jueves, 27 de marzo de 2014

Diario de EL ROSTRO - AÑO 2010



AÑO 2010 (primera de tres partes)

7 de febrero de 2010
Hay un sueño (¿de quién?, ¿cuándo?): "Ayer soñé con mi padre. Tenía el rostro lleno de telarañas, pero no me daba miedo".
¿Hay un espacio, luz y sombra, belleza última, desde donde se derrama la muerte? Es decir un momento intermedio entre la vida y la muerte, pura presencia física de los otros, de los muertos. ¿Hay algo así como una fiesta última, quizás dolorosa, pero fiesta al fin?

20 de febrero de 2010
Dice Arnaldo  Calveyra:   "Los pasos del que pasea / se convierten en lugares. / Mientras se presenta ante / el laberinto de los años / se asoma al pozo de su cuerpo".
Un hombre regresa a su sitio natal, una isla profunda del Paraná, donde ya no queda nada, a rencontrarse con sus muertos.

6 de marzo de 2010

Hay que seguir explorando en el trabajo con archivos (profundizar el trabajo iniciado en "La orilla que se abisma"). Esos archivos deben funcionar desde la subjetividad del hombre, pero no deben instalarse en un sentido argumental, en una cronología del recuerdo, sino en relación a una continuidad expresiva, sólo descifrable desde lo anímico y lo perceptivo. Deberemos deslizarnos en el tiempo (como el río), con vaivenes, caídas, pequeños oleajes: un nuevo tiempo, pura deriva.

7 de abril de 2010
Vamos con Luis Cámara a visitar una isla: un paisaje seco, austero.
El hombre integrado al paisaje, es parte de él: el plano nos debe permitir ver esta integración.
Pienso:
¿Será posible liberar de la apariencia al suceso, pero sin olvidarse de él, sin perderlo?
¿Puede el cine intentar que no se escape la verdadera ambigüedad de los acontecimientos?   
Crudeza y poesía.
Por ahí vamos, mientras Maldonado  rema por tierras inundadas. Vamos en silencio.                                                                                                            
   
18 de mayo de 2010
Hay otros versos de  Calveyra: "¿Y la palabra cedrón, / la palabra borraja, / la palabra llovizna, / la palabra salir al campo?"
Y sigo, con su permiso: ¿Y la palabra nuestros muertos?
¿Será posible que la película sea la tierra donde germinen algunas palabras, algunos sonidos, un conjunto de acciones que se deslicen desde el fondo del tiempo?
Una forma de habitar y no otra.
¿Cuál es la música  que se desliza desde el río y los espinillos, desde los rostros y las crecientes, la luz y la intemperie?

20 de mayo de 2010
Se afirma: Un hombre vuelve a su tierra natal, isla profunda, donde ya no hay nada, a reencontrarse con sus muertos.
Pero, ¿qué significa “a reencontrarse con sus muertos” en términos audiovisuales?
Por ahora, lo único que sé es que la presencia de nuestro personaje concentra, de puro estar nomás. Y viene alguien. Y viene otro.  Y aparece un rancho donde no había nada. Y llegan más. Llegan desde lo profundo de la isla y desde el río.  Y no hay diferencias entre los cuerpos. Los vivos y los muertos.

6 de junio de 2010
(Después de una nueva visita a las islas)
Las islas están compuestas por  grandísimas extensiones de tierra, con montes de madera blanda (sauce, timbó, ingá) en la costa,  y pajonales interminables, montes de espinillos, algarrobos y talas, lagunas y esteros, tierra adentro.
Las islas son por naturaleza un espacio cargado  de cierta precariedad: las crecientes,  siempre voraces, construyen una memoria y un riesgo.  Nadie olvida las crecientes; por todos lados hay huellas. Nadie deja de temer a la creciente que puede sobrevenir.
La isla es, por ello, una imagen del antes y del  después. Y el presente es un estadio frágil entre dos dolores.
Esta conciencia imprime en sus habitantes, los  isleros,  una extraña vitalidad. Se vive el presente, el sol y la pesca, los encuentros y el vino, el fogón y los silencios, como una fiesta y una despedida al mismo tiempo.  
La isla puede ser  también la imagen de un antes y un después: un nuevo ahora.

19 de julio de 2010
Llegamos a orillas del  Paraná cerca de las 5 de la mañana. Hay viento y varios grados bajo cero.
Vamos a grabar las imágenes iniciales: el personaje se interna en el río, remando,  rumbo a la isla. Sólo eso.
Todo está dispuesto: la cámara - una bolex que elegimos especialmente-, nosotros, la bruma. Una bruma densa que parece nacer del río.
Es el momento de empezar a filmar, el fotómetro de Luis así lo indica. Pero la cámara se resiste: se congela y no permite que corra la película.
Después de un rato nos damos por vencidos. La luz ya se  ha disparado  y se llevó la atmósfera esperada. La jornada quedó arruinada.  A tratar de entrar en calor entonces y  a volver.  (¿Alguna señal?)
Estas dos fotos quedaron como  testigos:

3 de septiembre de 2010
Patricia me cuenta que  anoche soñó con su padre. Su rostro era joven, no usaba anteojos todavía, me dice.  Aunque los dos -ella por supuesto- conocíamos muy bien a ese hombre, muerto ya hace unos años, se empeña en describir los detalles: la piel blanca y lampiña, los ojos juguetones, la sonrisa pícara. En esa descripción minuciosa, entiendo,  se juega para ella un montón de otras cosas: su propio rostro -el brillo en su mirada mientras me lo cuenta es insoslayable- lo  revela.  Ese rostro, el de su padre joven, es un momento robado al tiempo,  la llave de un instante único que la contiene niña  a ella y  joven al padre. Aunque entiendo esto, hay una profunda, profundísima red de implicancias desconocidas por mí, sugeridas apenas, esbozadas en los destellos de luz en los ojos.  En el sueño el padre le dijo: Ahora que estoy solo vení a visitarme.
¿Podremos pensar el rostro -"El rostro"- como ese lugar donde se despliegan instantes robados al tiempo, en un nuevo presente, fisuras en el devenir, para un regocijo luminoso?
(Si  hay algún conocimiento que nos conduzca por ese río sólo puede estar ligado al ámbito de la intuición y lo sensible).

24 de septiembre de 2010
“Aquello que sucede en el rostro de un hombre es incluso más importante y luminoso que lo que acontece a su alrededor”
Ermanno Olmi

10 de noviembre de 2010

Mi amigo y hermano Gustavo Hennekens será el protagonista.
Su rostro, su mirada, es territorio ofrecido, siempre franco.
Pero a la vez, el rostro es una especie de abismo cargado de misterio.
Me manda unas fotos de su padre, las únicas que tiene y al que casi no conoció: un cuerpo pequenísimo en el plano general, un rostro hundido en las sombras: la presencia es siempre el testimonio de una fuga.

En breve, serán publicadas los testimonios de los años 2011 y 2012.

sábado, 22 de marzo de 2014

El ROSTRO, próximamente en el BAFICI

EL ROSTRO estará en el próximo BAFICI. 

Recuerden que el Festival tiene venta anticipada de entradas.

Los horarios de proyección son los siguientes:


  • Jueves 03 abril 19.50 hs Village Recoleta 07 
  • Viernes 04 abril 14.45 hs Village Recoleta 07 
  • Martes 08 abril  18.20 hs Village Caballito 04
Los espero.

Gustavo

miércoles, 12 de marzo de 2014

FICUNAM. Algunas ideas a raíz de la retrospectiva



La retrospectiva que el Festival Internacional de Cine UNAM le ha dedicado a mis películas me puso ante la necesidad (agradecido por ello) de revisar 20 años de trabajo en el cine.
Quiero compartir con ustedes algunas reflexiones que surgen de esa revisión, un conjunto de ideas que ponen en evidencia un camino, entre muchos posibles, y no sus resultados.

1- En un  libro  que se llama Cartas a mi padre,  Raymond Carver  rescata el momento en el que le cuenta  por  primera vez  a su padre, que poco sabía de libros, que quería dedicarse a la literatura. Escribe sobre lo que sepas, cuenta aquellas excursiones que hacíamos para pescar, le respondió el padre.

Tal vez, si me observo en retrospectiva,  me pienso como un largo diálogo en relación a esto: filma sobre lo que sepas. La idea parece simple, filma sobre lo que sepas. Sin embargo, como en la mayoría de las cosas simples, enseguida la idea se desgarra y se abisma. ¿Qué significa saber? ¿Sobre qué sé algo? Probablemente, pienso ahora, ese el abismo inicial para un artista.

La primera batalla que libré,  y que libro día a día, película a película, probablemente tenga que ver con esto que llamamos saber. ¿Qué se sabe, de qué se habla, cómo se habla, cómo se hace una película?  Ahí  radica el primer problema, que siempre es gnoseológico y exige respuestas ideológicas. No hay camino sin una toma de posición. 

Tuve, desde siempre, una desconfianza en el saber que se establece en la objetividad de los datos, en ciertas certezas prestigiadas, en el  territorio de la razón y en los dogmas.  En el final de Canto del cisne, la voz se pregunta: ¿qué se puede conocer del otro? Podríamos agregar ahora: ¿qué se puede conocer del otro y del mundo? Y esa voz, en el final de la película que acabo de mencionar se responde: “Quizás, en un mísero instante, veamos lo que lo otro ve cuando mira, lo que el otro siente cuando tiemblan los árboles. Entonces, sabremos algo del otro”.

Ese otro saber, ese mísero instante donde rozamos o creemos rozar algo de los otros, es fugaz y precario, son las huellas de ciertos encuentros inscriptas en una tela débil. Casi desde el principio decidí hacer películas con esos saberes con minúscula.


2- El paisaje invisible fue rodada durante el 2002. El poeta Jorge Calvetti estaba muy enfermo, y desde su departamento en Buenos Aires evocaba su Maymará natal, en la provincia de Jujuy. Habíamos terminado ya todo lo que  queríamos filmar con él, cuando Calvetti tuvo un gesto que no entendí en ese momento: me dio la llave de su casa y me dijo Fontán, vaya a Maymará. No me interesaba ir a filmar la casa de Calvetti como un documento, como una referencia, entonces le pregunté por qué creía que tenía que ir. Y simplemente me dijo: vaya a mirar.

Unos vuelven, muchos vuelven, y están contentos con el paisaje que se ve. Pero yo estoy contento con el paisaje que no se ve, pero se siente, dice Calvetti en El paisaje invisible. Ese fue quizás un viaje iniciático: fuimos a mirar lo que no se ve  pero se siente. En ese momento, era para nosotros  el silencio, el polvo y la luz que estaban inscriptos en el rostro y la memoria de Calvetti.  Ese territorio de la percepción, una espesura de la imagen fundada en lo sensible. Algo de esta idea me atravesó: la imagen  debe proponer una tensión entre lo visible y lo invisible. Allí, tal vez, reside el sentido poético del cine.
También entendí, gracias a Jorge Calvetti, que aprender a mirar es un camino para siempre.


3- Allá por el año 1951, el poeta Arnaldo Calveyra trabajó fumigando barcos en el puerto de Ensenada. Como lo hacían con gas, no podían trabajar más de dos horas. Calveyra  hizo ese trabajo durante dos o tres años. Y a partir de ese paisaje de gas, ratas muertas, cocinas sucias de barcos, arroyos y casuarinas, escribió  un libro fantástico: Diario del fumigador de guardia.

A mi lado, que es el este, hay un hombre que es el este, está mirando, tiene la cara inclinada, acaso espera de ese lado, acaso sólo sabe esperar de ese lado, de todos modos espera de ese lado.
En algunos rincones del muelle crecen abundantes los yuyos, los yuyos que no se dan con nadie, no se apasionan por casi nada. Aunque tal vez no lo sepa, el hombre de la cara inclinada, de alguna manera está dedicado a ese pastizal hirsuto.

Ahí estaba ese paisaje abierto para Calveyra, ofrecido.  Y Calveyra lo mira, lo interroga y le pide: (…) así como los caminos del poema le preguntaba, con mis dos manos le preguntaba que cuántos caminos existen para el poema, una imagen, el favor de una imagen le pedía.

A partir de El árbol, los guiones de mis películas fueron pensados como un conjunto de decisiones, estructurales y poéticas,  abiertas a lo real. Para mí fue una ruptura importante: abandonar las estrategias de guión/producción/rodaje, aprendidas en la escuela de cine, para encontrar otro modo, más acorde a mis intereses. Ya no hubo desde ese momento diseño cerrado, sino esbozo para dialogar con lo real

Creo, desde ese momento, en una especie de belleza que surge del contacto con las cosas, que no es una belleza decorativa, sino que posee el destello fugaz y  siempre impuro de la vida. Imagino  las películas como el testimonio de esos encuentros entre una mirada y el mundo. 


4- Mucho se ha dicho y pensado sobre el vínculo entre fondo y forma. Pero no por viejo el problema deja de ser actual. Los debe ser, los dogmas sintácticos  y la ilusión tecnológica nos obligan a actualizar de manera constante el debate. 

La forma no es un uniforme.  No hay, no puede haber, preceptivas totalitarias: es tarea del artista  saberlo todo  para olvidarlo todo. Es necesario decir que el problema del cine no es esencialmente técnico (aunque el conocimiento técnico  es indispensable). Es necesario decir que la imagen no puede ser sólo el sostén de la información (literal) ni un capricho esteticista. La forma es la verdadera expresión de los frutos de nuestro esfuerzo por penetrar el mundo.

Si la realidad  es un campo potencial de infinitos relatos, el recorrido, la elección de los recursos audiovisuales, la forma en fin,  constituye siempre una decisión entre muchas y se transforman en el verdadero depósito del sentido. Si el mundo es en general, el discurso sobre el mundo a través de  la forma elegida es en particular.
Me gusta pensar que para  cada película es necesario reinventar el lenguaje.


5- Asegúrate de haber agotado todo lo que se comunica por la inmovilidad y el silencio.
Mucho pensé y pienso en relación a estas palabras de Robert Bresson.
Para La orilla que se abisma, además del material que la conforma, habíamos grabado un conjunto de entrevistas, muy valiosas todas ellas: personas muy cercanas a Juan L. Ortiz  hablaban de sus experiencias junto a él. Juan José Manauta  contaba, por ejemplo, que Ortiz le enseñó a escuchar el silencio.

Cuando empezamos a editar, usando esos testimonios,  nos dimos cuenta que ese camino nos llevaba  a un lugar irresoluto donde la película perdía su carácter. No por las entrevistas, todas valiosas en sí mismas, sino por el resultado de la combinación de la voz y de  las imágenes.  No era fácil desprenderse de algo que apreciábamos en sí mismo, pero al hacerlo el resultado fue revelador. 

Hace poco, encontré estas palabras en El cuaderno de Bento, de John Berger, que dicen de manera bella algo que descubrimos  durante el montaje de La orilla que se abisma. Berger habla de una escultura:

Liberada del bloque, las relaciones entre ella y  todo lo que no era ella habían cambiado. Un cambio absoluto pero invisible. Ahora era el centro de lo que la rodeaba. Todo lo que no era ella le hizo espacio.

Desde entonces, lo que hay que sacar pasó a ser tan importante como lo que hay que poner.

Gustavo

sábado, 22 de febrero de 2014

EL PLANO QUE SE ABISMA: EL CINE DE GUSTAVO FONTÁN, por Roger Koza

En el diccionario de la Real Academia Española el verbo ‘abismar’ tiene cuatro acepciones: 1) hundir en un abismo; 2) confundir, abatir; 3) entregarse del todo a la contemplación, al dolor; 4) sorprenderse (conmoverse con algo imprevisto o raro). Excepto la segunda acepción, todas las otras sirven para pensar qué es el cine de Fontán.

Una primera aproximación: en el cine de Fontán, evanescente, espectral y sorpresivamente intempestivo, los planos en conjunto se abisman parcialmente a través de un procedimiento general forjado en un estilo en el que lo real, más que duplicarse en su representación, se hunde en una segunda naturaleza concebida en imagen y sonido por donde la materialidad bruta del mundo se reconfigura en un orden poético, una búsqueda peculiar de ordenar los elementos del mundo de tal forma que queden desprovistos de toda utilidad y produzcan en quien mira una experiencia radicalizada en la sensibilidad. El gato ya no es sólo un felino; las hojas caídas de un árbol en un piletón poco tienen que ver con un registro botánico; las baldosas no remiten exclusivamente al mundo de la construcción; y tampoco los hombres, eventualmente, se definen por sus profesiones. Lo que queda es un nuevo mundo que sorprende por su nueva disposición de objetos y sujetos, más bien entidades, ontología fantasmal de presencias reales que convoca a la contemplación.

El primer ejemplo de todo esto está en La orilla que se abisma, una película magistral donde Fontán transfiere el universo del poeta J.L. Ortiz a imágenes y sonidos. Excepto por una breve cita inicial de un poema, la película reniega de la cita directa. El verdadero desafío es justamente cómo sustituir los versos de Ortiz por planos que reenvíen a una experiencia poética del mundo natural. El lugar común aconsejaría filmar en panorámicas majestuosas los ríos de Entre Ríos mientras una voz pausada lee fragmentos de un poema; o buscar un registro perfecto en el que la luz natural permita reconocer la presunta pureza del mundo a la que Ortiz le dedica sus versos. Fontán rehúye a la mímesis apelando al desenfoque y al movimiento, rompiendo con todas las reglas de la representación vía una poética sostenida en un plano de difuminación continua de la materia filmada y apoyada en un trabajo sonoro que tampoco apuesta por un realismo ingenuo o poético. La hipérbole del abismo es infinita porque así lo exige el tema. Pero no siempre el cine de Fontán es puro trance perceptivo.

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En La madre y Elegía de abril, Fontán no abandona su poética del abismo, pero la combina con un deseo circunspecto de relato. En el primer caso, hay una historia mínima que gira en torno a las acciones cotidianas de una mujer de 45 años hundida en la locura y de su hijo, que intenta contenerla mientras tiene que elegir un rumbo para su vida. He aquí un caso fantástico de cine de poesía. Los ángulos heterodoxos desde los que se filman los pies de la mujer, las formas de capturar un viaje en tren y un paseo que se repite en un mismo camino, el registro de la casa y sus ventanas hacen que la cámara adquiera una dimensión casi subjetiva: la experiencia del mundo (y del tiempo) de los dos protagonistas está en lo que se ve y en lo que se escucha. Es la experiencia en sí lo que se intenta filmar. En Elegía de abril se suma otra variable: la irrupción de la ficción en el registro documental, de tal modo que Fontán termina identificando una zona de intersección e indefinición que le permite introducir una especie de registro del flujo de lo real en su duración; desprovisto de un sentido pragmático, lo real parece un sueño o un trance, algo que también estaba bajo escrutinio, en menor medida, en El árbol. En Elegía de abril Fontán prueba unos travellings geniales sobre los objetos de una casa que en La casa adquieren una función precisa: son los objetos los que resguardan la memoria y todas las historias de sus dueños.

El rostro, la última película de Fontán, abarca, en cierto sentido, todas sus películas. Anticipada, acaso soñada ya en un pasaje de El paisaje invisible en el que la fascinación por el rostro de los hombres es una evidencia, ahora Fontán no sólo trata de saber “lo que el otro ve cuando mira”, como se enunciaba en Canto del cisne, sino de imaginar el rostro colectivo de un ecosistema. El cine de poesía de Fontán alcanza aquí su máximo refinamiento: la presencia subjetiva de la cámara es absoluta, pero ya no es ni mecánicamente objetiva ni poéticamente subjetiva. Es la invención de una mirada, un plano del que todavía no tenemos nombre.

LAS PELÍCULAS DE FONTÁN

El rostro pequeño 

El rostro, Argentina, 2013
Gustavo Fontán ha hecho una película cuyo título podría remitir a un posible tratado sobre la dignidad de los hombres según el filósofo Levinas, un pensador obsesionado por el rostro de las criaturas que tienen el don del habla. Sin duda la cámara capturará la dignidad del rostro de los hombres aquí filmados, pero nada tiene que ver El rostro con una empresa filosófica. El temple del film es enteramente poético, como en la mayoría de las películas maduras del director. Los rostros llegan tardíamente al centro de gravedad del film. Rostros de niños y mujeres, también de hombres, probablemente pescadores. En la espera, la naturaleza se impone, sobre todo el río, que parece empujar a la cámara para que ésta fluya a través de un ecosistema, como si ese dispositivo de registro fuera un animal mecánico que busca fusionarse con lo que está a su alrededor. ¿Qué se filma entonces? Entidades vivientes. El río, los animales, los árboles, los hombres se interpretan a sí mismos en un registro enteramente democrático. El rostro es una película desprovista de narración; las imágenes se hilvanan con la elegancia de un sueño perteneciente a una vida espiritual intensa, un trance poético compuesto por imagen y sonido. Quien se permita hacer una experiencia con lo que se ve y se escucha ya no será el mismo, al menos por una hora. Y eso define en cierta medida el cine de Fontán, que consiste en una modulación holística de la sensibilidad.
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La casa, Argentina, 2012
Como sucede en la poesía, la musicalidad de las palabras y su poder evocativo constituyen un sentido abierto, sugerencias de un lenguaje que ya no funciona como instrumento sino como elemento estético en sí. No se trata de contar una historia, sino de producir visiones y sentimientos con palabras. Es precisamente eso lo que sucede en La casa, el cierre de una trilogía (junto a El árbol y Elegía de abril) en la que Gustavo Fontán registró la casa de sus padres en Banfield. El desafío es encontrarse con un conjunto de imágenes preciosas y misteriosas y un diseño sonoro magistral que funcionan como una exploración poética de un mobiliario a punto de ser demolido. Fontán entiende que en esa esfera amorosa formada por ladrillos se resguarda aún la historia familiar, y con su cámara intenta capturar el paso del tiempo y la evidencia física de quienes vivieron ahí. Los objetos, las piezas, las ventanas, los pasillos son filmados como entidades vivientes, espectros materiales que custodian un relato familiar. En algunos pasajes se ve una reunión familiar como si estuviéramos en una sesión de espiritismo con la cámara como médium. Es un momento fantástico, único. Los últimos diez minutos son dolorosos, el fin de una metafísica del espacio. Las grúas destruyen todo y los escombros se imponen como un destino. No solamente mueren los hombres y los animales. La finitud es la última evidencia.
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Elegía de abril, Argentina, 2010
Un libro surge de las cenizas: guardado en un clóset por más de 50 años, Elegía de abril, del poeta Salvador Merlino, es redescubierto cuando la hija del autor decide revivirlo; o más bien testifica sobre su existencia para que otros decidan sobre su precario futuro. María no sólo establece una herencia y una cierta responsabilidad que su hijo y nieto habrán de aceptar. Ella también se ha cansado de ser objeto, más que sujeto, de la película. Su extenuación ontológica decreta una sustitución estética. ¿Cómo seguir con un filme en pleno desarrollo donde la protagonista decide darse a la fuga? Inclasificable e inestable, Elegía de abril muestra su autopoiesis. Lo que vemos insinúa que Fontán está una vez más capturando pacientemente los avatares de un microcosmos familiar en el que él es parte de una tensión narrativa y existencial. Un libro deviene en una película, y en ese universo familiar el realizador entiende que se evoca un orden que excede lo doméstico: la memoria de su familia y la resistencia legítima por parte de su madre y su tío a reconstituir una existencia real y poética, la de Merlino, configuran un dilema universal. Puede ser que las memorias no sean exclusivamente placenteras. No se sabrá, aunque los dos testigos desean huir del objetivo de la cámara. La cámara caza recuerdos y el presente. Es un motivo recurrente: la captura de lo real, atrapar a los vivos y convertirlos luego en fantasmas materiales. Es por eso que Elegía de abril es un filme de fantasmas. La casa es una entidad, una bóveda en donde el pasado reposa en los objetos, las paredes, las cortinas, las copas, los platos. El rigor del plano detalle constituye un idioma de los objetos. Hacia el final, la película alcanzará instantes sublimes y fantasmales. Varios espectros femeninos imponen discretamente una textura difusa. Son apariciones, inexplicables y misteriosas, como los últimos planos, en los que una niña juega con su padre. En efecto, las últimas imágenes de Elegía de abril ya no parecen humanas. Es que Fontán va preparando una epifanía de otro mundo.
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La madre, Gustavo Fontán, Argentina, 2009
La voluntad narrativa y poética se combinan en este filme de Fontán, hasta ahora su película más incomprendida. La sofisticación de la puesta en escena no sólo es perfecta sino fundamental para expresar sin el uso de la palabra la vida espiritual de sus dos intérpretes principales: Jonathan (el hijo) y Sonia (la madre). En este drama edípico en el que la locura sobrevuela todos los planos se revela materialmente el concepto de Pasolini de cine de poesía. La madreabandona parcialmente la claridad expositiva de un argumento para constituirse en un relato en vías de extinción donde la cámara dobla la experiencia de sus personajes y con ese procedimiento diluye en verso el argumento. En síntesis: Sonia delira y bebe; Jonathan analiza seguir con su vida o cuidar a su madre. Está clara la inversión de roles: la madre ha dejado de contener, el hijo la resguarda en un desvarío mental que la reduce a un desamparo infinito. Las acciones son mínimas: la madre tomará un tren para ir a buscar a su marido (que permanece en fuera de campo); el hijo mantendrá la casa en orden y disfrutará en la medida de lo posible la ternura de su novia. La tensión narrativa pasará por la decisión del hijo, pero en este filme, que bien podría ser considerado como un documental sensorial de baldosas y hojas caídas, el gran argumento es su forma.
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El árbol, Argentina, 2006
Puede ser desconcertante encontrarse con un filme cuyo nudo narrativo consiste en la discusión intermitente entre una pareja de ancianos sobre la necesidad de cortar o no una de las acacias de la entrada de la casa en la que viven. Del registro (poético) de la vida cotidiana de sus padres, que empieza en la primavera del 2004 y termina en el otoño del 2005, Gustavo Fontán consigue capturar el proceso por el que se llega a una decisión, elíptica aunque verificable (sonoramente) hasta el último segundo de la película. La totalidad del filme transcurre en una casa de Banfield, al sur del Gran Buenos Aires, y mientras se decide qué hacer con el árbol no es la claustrofobia el sentimiento dominante sino una suerte de júbilo naturalista que transfigura ese hogar familiar en un escenario cósmico. El árbol pertenece a una tradición cinematográfica en la que la contemplación es un método de trabajo por el cual a partir de lo que es visible pero no se ve del todo se encuentra la hermosura física del mundo. Un plano de abejas en un árbol, las hormigas flotando en el agua de lluvia en el patio, la tormenta pegando en la ventana son vestigios del devenir. El pasaje en el que los dos ancianos se van a dormir y el tictac del reloj del living se vuelve omnipresente compendia la obsesión de aprehender el presente en su duración. Es un momento asombroso, anunciado por la escena donde la pareja revisa diapositivas, instante en el que se puede apreciar la poética sonora del director. Fontán descubre el poder del cine para espiar el tiempo y la mutación de los seres vivos en su duración. Al comienzo una cita del poeta entrerriano Juan L. Ortiz anuncia un camino poético. El árbol es una meditación sobre el habitar, y eso implica develar una relación estructural entre el tiempo y el ser. “Poéticamente habita el hombre sobre la tierra”, decía Hölderlin, sentencia que Ortiz podría haber escrito y que Fontán materializa sin esfuerzo alguno.
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El paisaje invisible, Argentina, 2003
Este retrato no del todo convencional del poeta Jorge Calvetti es una de las películas más ortodoxas de Fontán, aunque algunos de los procedimientos formales que definen su cine diez años después, en particular su obra maestra El rostro, están dispersos en este cortometraje. La inquietud poética atraviesa toda la obra de Fontán y alcanza su máxima expresión en La orilla que se abisma, magnífica apropiación visual y sonora de la poesía de J.L. Ortiz. La figura elegida aquí es el ya octogenario Calvetti, que intuye su muerte, y la puesta en escena se organiza como una especie de evaluación final de su paso por el mundo. Paseando por su biblioteca dice: “Como un animal voraz / la muerte me anda siguiendo. / Voy a entregarle mi cuerpo / y voy a seguir viviendo”. Como introducción a la obra de Calvetti, El paisaje invisible funciona mejor cuando se despega del retrato y la cita y consigue traducir en imágenes la preocupación por el nexo entre lo sensible y lo inmaterial en la palabra. Unos ralentis casi fantasmales capturan a un niño caminando; mediante una operación similar de registro, Fontán sigue el movimiento lento de una especie de procesión de entidades humanas que lucen espectrales. Instantes poéticos inspirados por Calvetti, preparación de un camino inusual hacia un cine de poesía.
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Donde cae el sol, Argentina, 2002
Película ajena al sistema formal y conceptual de Fontán, y por eso fundamental para pensar cómo juega en el conjunto de su obra. Se trata de un drama costumbrista, con todos los elementos característicos del género: una familia, el barrio, el club, el trabajo, elementos simbólicos que articulan el mundo de los personajes y sus valores, pero siendo un film de Fontán no podía ser del todo ortodoxo. Hay dos irregularidades: el costumbrismo en su veta dramática suele ser nostálgico y rara vez adopta un costado trágico, lo que sucede en Donde cae el sol; por otro lado, el costumbrismo puede caer fácilmente en una reproducción de la estética representacional televisiva, pero en esta película no hay un solo plano-contraplano, recurso típico de la lógica televisiva. Fontán intuye aquí una forma de filmar el espacio luego perfeccionada. Enrique (Alfonso De Grazia), de 65 años, se enamora de una mujer treinta años más joven. El “suegro” no lo tolera, pero muchos menos el hijo de Enrique. Si en el costumbrismo se refrendan los valores, aquí la transgresión del abuelo tendrá consecuencias que mancillan la presunta universalidad de las buenas costumbres. Film raro para Fontán, que solamente parece dialogar con una tragedia existencialista como La madre.
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Marechal, o la batalla de los ángeles, Argentina, 2001
La inquietud por los poetas y los novelistas es una constante en la obra de Fontán; en este caso, el escritor elegido es Leopoldo Marechal (1900-1970), una figura clave de la literatura argentina aunque menos reconocida internacionalmente. Lo que en un principio parece ser un videofilm no muy lejos de la lógica televisiva de representación se va enrareciendo a través de una ascética pero contundente puesta en escena que anticipa algunos giros formales y conceptuales de Fontán (un modo peculiar de filmar los objetos y una obsesión por el espacio como entramado material de la memoria, aquí el mítico café Izmir). El reconocido sociólogo Horacio González es quien tiene la tarea de dilucidar la obra de Marechal, y en conversación con el editor Claudio Pérez va analizando algunas cuestiones que se repiten en la obra del escritor: los usos de la alegoría, una dimensión metafísica cristiana heterodoxa y una preocupación social (que políticamente tendrá expresión en el peronismo). González entrevista a familiares y allegados, de tal modo que la aproximación no sólo es intelectual sino también emocional y anecdótica. Algunos personajes de Adán Buenosayres y Megafón o la guerra tienen apariciones repentinas y fugaces. El filme alcanza su máxima altura en los tramos finales cuando el “fantasma” de Marechal se vuelve visible.
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Cantodelcisne 

Canto de cisne, Argentina, 1994
Según el propio director, es éste su verdadero primer filme. Y no es difícil adivinar por qué: como en cualquier película iniciática, los materiales que estarán presentes a lo largo de una obra aparecen por primera vez dispersos sin dejar por eso de ser reconocibles retrospectivamente. En primer lugar, Canto del cisne denota un interés especial por encontrar un lugar para la palabra poética en el reino de la imagen. ¿Se dice o se debe retener hasta las últimas consecuencias el lenguaje explícito en el cine, incluso si está en sintonía con la musicalidad de una lengua? Dilema que Fontán resolverá con el tiempo, no aquí donde se entreve esa inquietud. Segundo motivo evidente: una voz en off propone sin desearlo un programa ético para un camino estético. Dice: “Quizás, alguna vez, en un mísero instante, veamos lo que el otro ve cuando mira”. El cine es poder hacer ver lo otro de los otros. También se ven los primeros movimientos de cámara para registrar los espacios donde se habita: una cantina y un hospicio. Un único plano fijo sobre un charco de agua, en el que se ve el reflejo imperfecto de un hombre; la naturaleza a secas no es todavía un problema, tal vez porque es un filme humano, demasiado humano: sus protagonistas están en un hospital psiquiátrico. El viejo que pasea de un lado a otro y toca el violín quizás esté entre muros. Sus compañeros deambulan y los médicos vigilan. La sensibilidad extrema enloquece, estremece.

Roger Koza / Copyleft 2014