domingo, 13 de noviembre de 2011

Visto

Amigos, comparto con ustedes dos instantes robados a la realidad.

Un abrazo

Gustavo

Visto

-1-
La casa de la esquina tiene un pequeño jardín un poco elevado de la vereda, no más de medio metro. Allí, sobre el pasto alto, alguien abandonó tres gatitos, de pelaje claro, de pocos días de vida.

Una mujer que camina por la vereda escucha los maullidos y no puede evitar detenerse y acariciarlos. Uno, fundamentalmente, se aferra a sus dedos casi con desesperación.

La mujer, después de algunos instantes, sigue su camino. Pero el gatito no está dispuesto a dejarla: salta y la persigue. Ella, que se ha detenido para cruzar la calle, lo escucha maullar y lo descubre junto a su zapato. Las ruedas cercanas de los autos ponen en evidencia el peligro.

La mujer lo recoge y lo lleva de nuevo al jardín junto a los hermanos. Esta vez no lo acaricia. Se va y ya no mira hacia atrás. Se apresura, huye, no ve al gato que vuelve a saltar, que vuelve a correr tras ella, que se aventura a la calle sin darle posibilidad de frenar al colectivo.

Ella sigue su camino; no se vuelve.
La veo irse. Pronto ya no la veo.

-2-

Hay un grupo de gente detenida en el cruce de las calles centrales de mi barrio. Unas veinte personas que miran la escena, conmocionadas, inmóviles.

En la calle, hay una vieja camioneta Chevrolet mal estacionada; la posición oblicua al cordón delata cierta urgencia. No es posible saber quién es el conductor en el grupo de gente.Detrás de la camioneta, a pocos metros de ella, hay un carro con algunos cartones mal acomodados.

El caballo que tira del carro, ni muy pequeño ni muy grande, tiene una herida a la altura de su anca. Es probable que alguna saliente de la camioneta haya trazado ese tajo largo y hondo por el que mana sangre. El charco abundante junto a sus patas permite entender la gravedad de la situación.


Pronto se acumula más gente. Todos tenemos la misma reacción: miramos la escena sin saber cómo ayudar, abrumados desde que el muchacho de unos veinte años, el dueño del carro y del caballo, se sentó en la calle junto al animal y empezó a llorar. Un llanto desgarrado, solitario. Esa tristeza también es compartida por el animal: aunque mantiene su cabeza erguida, con dignidad, ha vuelto los ojos hacia el muchacho y no lo deja de mirar. El muchacho y el caballo están unidos por ese tajo, arrancados del mundo.

Sólo podemos guardar silencio ante tremenda intimidad.