lunes, 26 de noviembre de 2012

Dossier Fontán – Entrevista (primera parte)

Extraido de http://cinemarama.wordpress.com
 
En esta primera parte de la entrevista que le hicimos, Gustavo Fontán cuenta cómo fueron sus primeros pasos en cine, la manera en que se vio obligado a romper con un determinado esquema de realización, cómo se arman los tiempos de un rodaje suyo, la forma en que resuelve la tensión entre planificación y contacto con lo real, entre otras cosas más.
por David Obarrio y Aníbal Perotti
Así no se hace una película.
David Obarrio: Vimos el documental Reflejos (de Mariela Pietragalla e Ignacio Verguilla), y una cosa que queda claro ahí, es que vos hiciste como un camino inverso al de muchos directores. Vos trabajás en tu primer largo con una estructura convencional, con un presupuesto y eso, pero allí decís que trabajabas bajo presión, que no estabas a gusto… Y a partir de ahí decidiste empezar a hacer películas con un régimen muy distinto, no solo en lo que se ve en pantalla sino respecto también de la producción.
Gustavo Fontán: Yo creo que hay un cine que se aprende en las escuelas (yo estudié en el ENERC), donde, aunque nadie lo formule como un “deber ser”, hay como una instancia en la cual se filma de una manera, se pone la cámara de una manera: lo que hay es una estructura de escuela de cine, donde lo que se enseña es un cine de diseño. Se hace una sinopsis, un guión técnico, un guión literario, una planta de cámara, buscamos las locaciones y filmamos eso que fue pensado de antemano. Y yo no me sentí cómodo en ese cine de diseño. A pesar de que Donde cae el sol (su primera película) es una historia personal, es sobre mi abuelo. Yo filmo luego el documental sobre Calvetti (el escritor Jorge Calvetti), El paisaje invisible. Yo lo conocía a Calvetti, de un tiempo atrás, cuando él habló muy favorablemente de un libro mío. Me entero de que estaba mal, de que se estaba muriendo, y le pido hacer algo con él. Me dice primero que no, pero después me llama y me dice “Fontán, es ahora o nunca”.
DO: ¿Vos ya habías decidido no trabajar más bajo los términos en los que habías trabajado antes?
GF: Yo ya estaba en una instancia en la que sabía que había algo que no funcionaba para mi cine. Había momentos que me parecía satisfactorios. Por ejemplo, de Donde cae el sol me gustaban los últimos veinte minutos.
DO: Debemos decir que no la vimos. Y, por lo que se ve en el documental, tenemos muchas ganas de verla (risas).
GF: Me gustaron solo partes. Pero incluso eso lo conseguimos contra el sistema. Tratamos de rodar los planos con la mayor continuidad posible. Me di cuenta que podía reformular cosas respecto de cómo las había pensado antes… Recién ahí sentí que empecé a entender algo. Cuando trabajaba en el documental de Calvetti, Calvetti me dice: “Fontán, váyase a Maimará” (en Jujuy, donde estaba la casa de la niñez de Calvetti)”. Yo digo: “¿para qué voy a ir a Maimará?”. “Vaya a mirar”, dice Calvetti. Ahí empezó para mí un concepto. Que había que trazar un diseño poderoso, pero para generar una intersección con lo real. Tener una posición inicial pero con muchos intersticios como para trabajar, llegado el momento, con lo real que surgiera en el rodaje. Y ahí hago un clic. Entendí que el cine es mirada antes que nada. Nosotros llegamos al rodaje y sabemos qué vamos a hacer. Lo que no sabemos es cómo.
DO: Eso es como una marca muy fuerte del cine moderno en tus películas.
GF: Claro, que además está facilitado por los cambios en el sistema de rodaje generados por la tecnología. Se puede rodar con equipos muy livianos, sin luz… Es decir, con fotografía pero sin luz adicional.
Aníbal Perotti: Con muchos menos condicionamientos.
GF: Por ejemplo, El árbol y Elegía de abril tienen luz natural. Por ejemplo, decidíamos que para una parte de la casa nos convenía filmar en junio de 3 a 5 de la tarde… Y filmábamos en ese rincón de la casa sin poner una sola luz, en junio de 3 a 5 de la tarde… Es decir que hay como un aprovechamiento de lo que la realidad ofrece. No se trata de generarlo todo sino de generar una intersección entre lo que uno estableció como diseño previo y tomar la realidad en beneficio de la película.
AP: Y te permitís un espacio para ver qué descubrís vos en el momento.
GF: Hay cosas que se pueden conseguir perfectamente en posproducción. Pero hay demasiado control ahí. En cambio en el rodaje hay algo del azar que es fantástico, una cosa vital que es solo propia de la situación de rodaje.
DO: Siempre se trata, entonces, de tener algo –eso que vos llamás diseño – y  después dejarte sorprender…
GF: El diseño puede tener varios niveles. Puede ser una pequeña historia, pero el principal es un nudo o un núcleo, muy simple pero fundamental que es el acuerdo de todo el grupo de rodaje. En La orilla que se abisma es una frase de Juanele (Juan L. Ortiz, sobre cuya poética indaga la película). Cada área piensa luego en relación a eso, ese tono general para la película. En La casa es lo fantasmal. Cómo mira la casa lo fantasmal. Es un elemento sobre el que acordamos como punto de partida y que nos cobija. Muy preciso pero también abierto.
DO: Con los actores, ¿como trabajás eso específicamente?
AP: Porque cuando usás actores, cuando incorporás elementos más de ficción, debe cambiar eso, ¿o no?
GF: Es buena la pregunta… Trabajábamos igual (risas). En La madre, por ejemplo, hicimos como una construcción de los personajes. Mínima. Fundamentalmente una pequeña historia –que es ensayada, etc.–  y algunos núcleos emotivos de esa historia. Pero en verdad nunca se trataba de que rodáramos esa historia: íbamos a rodar planos. Elegí dos actores, Gloria y Federico, que es mi hijo, y traté de conseguir emociones particulares, en cada plano, liberadas de la historia.
DO: En algún punto, da la sensación de que La madre alude a una historia que los espectadores nunca llegan a completar…
GF: Y los actores tampoco.
DO: Comparten un grado importante de incertidumbre con el espectador…
GF: Absolutamente. Yo por ejemplo le decía a Gloria: mirá, caminá por acá. Caminá, caminá y pensá: “Él no viene más”. Lo que nos preocupaba con el actor es cómo rodar cada plano, independientemente de lo que podríamos llamar la historia de la película. Con Lorenzo Quinteros y Adriana Aizenberg en Elegía de abril fue igual. Les dimos tres paginitas y yo por ahí le decía a Lorenzo: “bueno, caminá por este sector de la casa como si estuvieras buscando el gato…”
DO: ¿Se encontraban a gusto los actores con esa manera de trabajar? ¿Cómo reaccionaban?
GF: Fueron los dos muy generosos. Nos conocemos desde hace mucho y me tenían confianza. Si no, no se podría haber hecho. Tenían mucha libertad y creo que disfrutaron eso.
AP: Y otra cosa respecto de tu modo de trabajo, ¿filmás algo y después hay como una instancia de reflexión sobre lo que se hizo hasta ese momento?
GF: Esa es otra de las cosas que de las que me aparté como sistema de producción después de Donde cae el sol. Algo había ocurrido allí pero por obligación. No la pudimos rodar toda junta, pero básicamente porque no teníamos plata. A partir de El árbol fue una decisión no filmar toda la película junta. El árbol la rodamos durante dos años, porque íbamos a aprovechar la luz natural. Teníamos una estructura que usamos el primer año, pero yo sabía que la luz del otoño y la primavera que necesitábamos la íbamos a tener el año siguiente. Volviendo a tu pregunta, siempre fue: filmar, editar, pensar. El chequeo con el equipo ya es con material concreto. No es conceptual, no es lo posible, sino lo que es. Y el ajuste se hace sobre el material concreto. Pueden ser cosas que encontramos en el rodaje y que calcen con la idea general que teníamos para la película.
AP: Puntualmente, en La orilla que se abisma hay unas imágenes documentales con un fuera de foco que aparecen de manera bastante inquietante. 
GF: Eso también fue del orden del azar. Cuando aparecen esas imágenes ya casi teníamos filmada la película. Teníamos material de archivo sobre Juanele que a mí no me interesaba para nada. Pero allí había un solo plano que me interesó. Así que lo filmamos y lo proyectamos fuera de foco. Entonces Ana Poliak nos acerca un documental filmado en el 76, dos años antes de morir Juanele. Y resulta que el modo de mirar al escritor de ese documental, coincidía mucho con lo que nosotros sin saber estábamos trabajando. Así que ahí decidimos incluir tres o cuatro planos de Juanele pertenecientes a ese documental.
AP: Ahí, con la aparición de Juanele en la película se da algo del orden de lo fantasmal, ¿no?
GF: Tal cual. Y ahora con El rostro (la película que Fontán está filmando en este momento), ya partimos de un material de archivo y articulamos todo el rodaje alrededor de ese material. Se trata de material muy viejo, del año 65, a partir del cual queríamos empezar a trabajar una estructura de presente, pero no como presente y pasado sino como un deslizamiento de capas temporales. Como un presente que contiene todos los tiempos. Usamos 16 milímetros, súper 8, 16 milímetros vencido… Lo que tratamos de conseguir es una deriva del tiempo que provenga del propio lenguaje, del propio material cuya origen va y viene en el tiempo. En ese sentido es como un aprovechamiento de las enseñanzas que nos dejó el rodaje de La orilla que se abisma.
AP: O sea que por momentos se superponen las texturas de los materiales y los tiempos narrativos.
GF: Claro, efectivamente.
(Continuará)

domingo, 11 de noviembre de 2012

La Casa - Crítica (Página 12)

UNA PELICULA QUE SE RESISTE A LA CLASIFICACION, DESAFIANTE Y LLENA DE MATICES

Como una bitácora de la demolición

Fontán cierra su Ciclo de la Casa con un film que se presenta como documental, pero no es eso ni ficción: cabe hablar de ensayo, prosa y poesía cinematográfica, sólidamente apoyados en una impecable labor de fotografía, sonido y montaje.
Fontán acumula imágenes a las que va superponiendo para tejer una maraña hecha de susurros que se ven.
 Por Juan Pablo Cinelli
Si algo es felizmente inasible en el cine de Gustavo Fontán, ese algo es la realidad: de ahí para abajo todo puede ser puesto en cuestión. De hecho La casa, su última película –que cierra el Ciclo de la Casa, trilogía compuesta por la inicial El árbol, más Elegía de Abril– desafía al espectador ya desde los títulos iniciales, en donde se afirma que se trata de un documental. Alcanzan las primeras escenas para preguntarse de qué manera amplia definirá el director al género. 
Una lechera derramando su contenido sobre la hornalla encendida; los pies de una niña esquivando a la vez el rastro oblicuo del sol sobre las baldosas y la mirada intrusa de la cámara; juegos de luz a través de una ventana sucia entre ramas a medio secar o de las hendijas de una persiana fuera de foco. Nada de ello parece ser el registro directo de la realidad, sino una representación coreográfica de ella. Las películas de Fontán afirman ser menos de lo que son. Ni El árbol es pura ficción, ni Elegía de Abril es un... ¿Qué es? ¿Se trata de un documental que deviene ficción? ¿O es una ficción que engaña, haciéndose pasar por un documental fallido? Cierre de trilogía y suerte de balance de todo lo filmado hasta aquí por Fontán, todo eso convive en este film que, claro, tampoco es un mero diario de la demolición de una casa. Buscando un punto de apoyo, puede decirse que el director se permite intervenir literariamente los géneros cinematográficos y que quizás lo mejor fuera no hablar ni de ficción ni de documental, sino de ensayo, prosa y poesía cinematográfica.

Las películas que componen el Ciclo de la Casa tienen elementos que las ligan. Por un lado el hecho de haber sido rodadas en la casa paterna, con la complicidad de su familia. Por otro, una fantasmagoría sumamente personal: en todas su casa es habitada, en diferentes formas y medidas, por espíritus siempre difíciles de aprehender. Pero los fantasmas de Fontán son más que un simple residuo de la muerte. También son la persistencia de la memoria; los senderos abiertos en el tiempo por rutinas familiares acumuladas durante años; obsesiones de una vida que se apaga iluminando. A partir de la combinación de esos elementos podría sostenerse que el cine de Fontán es siempre un trabajo en torno de aquel ensayo de Sigmund Freud acerca de Lo siniestro. Allí el padre del psicoanálisis definía a su objeto como lo cotidiano que repentinamente se vuelve extraño, lo inesperado surgiendo del seno mismo de lo familiar. Ese es uno de los caminos por los que se puede recorrer la trilogía ahora completa.

Si en El árbol esos fantasmas habitan un espacio hipotético ubicado entre la pérdida (los tiempos idos) y la incertidumbre (el propio futuro) de sus protagonistas (interpretados por los padres de Fontán), en Elegía de Abril los espíritus se vuelven tangibles y truncan el proceso del rodaje, obligando al director no sólo a repensar la película, sino a filmar sus antojadizos recorridos por los cuartos y pasillos de la casa. La misma casa que es protagonista absoluta de esta tercera parte; una casa que, como en la novela homónima de Mujica Lainez, se encarga ella misma de contar su historia y su final. Pero si el escritor narraba desde su herramienta literaria –la palabra–, Fontán elige darle a su casa la voz cinematográfica de la imagen.

Así, del mismo modo en que los susurros de las voces que habitaron ese hogar se van sumando hasta convertir al proceso de desmantelamiento en una polifonía del caos, Fontán también acumula imágenes a las que va superponiendo para tejer una maraña hecha de susurros que se ven. Para ello filma a través del reflejo en un piso mojado; de cortinas en movimiento; de las multiplicaciones que producen los biseles de un espejo, consiguiendo texturas naturales que materializan lo invisible. Como todas las películas del director, La casa tiene una impecable labor de fotografía, sonido y montaje, herramientas vitales para dar con la multiplicidad de tonos que requiere una obra que maneja un gran abanico de recursos poéticos, capaz de ir de un impresionismo desde donde se trabajan los juegos con la luz, los focos y las capas de imágenes, al modo más bien expresionista con que consigue articular sombras y contraluces. Aunque no es absurdo decir que el film es una suerte de bitácora de demolición, eso equivale a quedarse en el zaguán para luego afirmar que se conoce toda la casa. La casa es también una composición acerca de la memoria; de la muerte y de sus múltiples “más allá”; y sobre todo, de esa particular y potente forma de supervivencia que para Fontán representa el arte de hacer cine.
LA CASA (9 PUNTOS)
Argentina, 2012.
Dirección y Guión: Gustavo Fontán.
Fotografía: Diego Poleri.
Montaje: Mario Bocchicchio.

sábado, 10 de noviembre de 2012

La Casa - Crítica (Diario Clarín)

El tiempo recobrado

La película cierra una lírica trilogía que el realizador había comenzado con “El árbol” y había continuado con “Elegía de abril”.
08.11.2012 | Por Miguel Frías

Uno de los enigmas centrales de la vida es el paso del tiempo. El devenir entre el ser y el dejar de ser, entre nuestros precarios destinos y la ausencia definitiva. En una trilogía que ahora se completa con La casa (precedida por El árbol y Elegía de abril ), Gustavo Fontán logra acercarnos -sin retórica, solemnidad ni sentimentalismo- a este doloroso misterio natural, dotarlo de fantasmal lirismo y establecer -apenas con un delicado plano final- el módico consuelo de la sucesión biológica y de la creación artística: nadie ni nada se muere del todo mientras haya alguien o algo que lo recuerde. La función, precisamente, que cumple el cine de Fontán, capaz de poner en imágenes -y de impulsar en el espectador- los mecanismos de la memoria.
Su nueva película se desarrolla en el mismo lugar que las anteriores: su casona natal de Banfield. Aunque decir se desarrolla es injusto. Porque en este caso, aun más que en los anteriores, la casa es el personaje principal o incluso “es” la película. La cámara -que se mueve en travellings y nos otorga planos subjetivos- funciona como sus ojos; el sonido, como sus oídos. Las percepciones, cargadas de reflejos borrosos, ruidos cotidianos y espectros queridos, nos permiten recobrar, transitoriamente, lo perdido

Pero entre estas evocaciones poéticas se cuela, bruscamente, la realidad. La casa está a punto de ser demolida: su nostalgia tenía motivo. El trabajo de vaciamiento, hecho por humanos, y el de destrucción, a través de topadoras, es experimentado por el espectador de un modo casi físico. La atmósfera onírica, de interiores, le deja paso a un presente duramente concreto, arrasador

La película, que prescinde de diálogos y narración, no exige un espectador intelectual, ni siquiera analítico, sino uno abierto a experimentar con los sentidos, a completar con su subjetividad una propuesta abierta, a no ser pasivo, a “sentir” el filme

Fontán y su equipo trabajan en base a ideas generales claras y a una pericia técnica sustentada en la investigación minuciosa de los espacios y de las posibilidades fotográficas y de sonido. Sin embargo, este conciencia de qué se quiere lograr no hace que La casa funcione como un mecanismo: la película abunda en imágenes que parecen captadas casi por casualidad, como si fuera posible capturar fantasmas.
Si la trilogía comenzaba con una acacia muerta, sostenida por otra frente a esa misma casa, este último filme de la serie cierra con dos árboles fwrondosos, meciéndose con la brisa. Un gran alivio, luego de la tarea de demolición: una forma sutil de demostrar que los procesos de la existencia se clausuran para habilitar a otros.

La Casa - Crítica (Diario La Nación)

La conciencia del paso del tiempo

Por Alejandro Lingenti  | Para LA NACION
La casa (Argentina / 2011). Dirección y guión: Gustavo Fontán. Fotografía: Diego Poleri. Edición: Mario Bocchicchio. Sonido: Javier Farina. Sonido directo demolición: Omar Mustafá. Duración: 61 minutos. Calificación: apta para todo público. Nuestra opinión: muy buena

Parte de una trilogía que completan dos películas ya estrenadas, El árbol y Elegía de abril , esta película de Gustavo Fontán consigue en apenas una hora atrapar y conmover con su enorme carga sugestiva. En La casa , este director argentino riguroso y original habla una vez más de las ausencias, de la fugacidad de los recuerdos y de los mecanismos de reconstrucción del pasado, una tarea a veces grata, a veces dolorosa que siempre tiene repercusiones sobre el presente. El enorme poder evocativo de La casa está directamente relacionado con la capacidad de Fontán de construir planos que reúnen belleza y eficacia (es excelente el trabajo fotográfico de Diego Poleri). Su cine tiene algo que no es fácil conseguir, una poética. Esa poética, sólida e identificable, está construida sobre la base de una sorprendente capacidad para observar cada detalle de una manera novedosa: la silueta de unas acacias, la oscuridad de cuartos abandonados, el deambular de algunos personajes que alguna vez le dieron vida a ese lugar que indefectiblemente desaparecerá y sólo quedará fijado en la memoria de los que pasaron por allí. La casa es una película onírica, plagada de sombras y fantasmas. Una película sobre la conciencia del paso del tiempo. Fontán es de los pocos cineastas argentinos que tienen un programa y lo cumplen a rajatabla. Su cine refleja la relación del hombre con la naturaleza y con la muerte. Dicho de este modo puede sonar solemne, pero lo cierto es que sus películas están incendiariamente vivas