jueves, 15 de agosto de 2013

VISTO (desde la ventana)



Ella cuelga ropa en la terraza. Tendrá unos treinta años y cuelga ropa de niños. La ropa lavada está en una palangana  roja; ella levanta prenda por prenda, la estira y la cuelga con cuidado. 
Lentamente, la soga se llena de remeras y pantalones cortos de distintos colores y tamaños que brillan con el sol. 
Cada tanto, la mujer  se lleva la mano a la frente y reacomoda un mechón de pelo arisco.  
Junto a ella hay un pequeño; le sigue los pasos, van como en conjunto. El niño parece distraído con algunas  gotitas de agua que caen todavía de la ropa. No debe caminar desde hace mucho porque mantiene el equilibrio con dificultad. A veces, el niño tironea a la madre desde el pantalón reclamando algo, pero ella sigue con su tarea y el pequeño se resigna.
Está solo en la terraza. Tiene auriculares grandes en sus orejas. De pronto da algunos pasos de baile espasmódicos,  se tranquiliza –como si repasara algo mentalmente- y vuelve a intentarlo. Después camina por la terraza simplemente. Va y viene, de una pared a la otra.
Ella  lee sentada en una silla, en el pequeño sector de sol que los edificios permiten en su patio. No es posible ver el libro  en su totalidad;  sólo el fragmento que el  cuerpo inclinado  sobre él  recorta, y  el movimiento de una de las manos pasando las hojas. También, un pañuelo a modo de turbante en su cabeza. Y el irremediable movimiento de la sombra.
Dos macetas grandes contra una pared. Una tiene una yuca, otra un falso muérdago. Contra la pared que las enfrenta hay dos  sillas de plástico apiladas y una maceta vacía. El viento se arremolina en esa terraza, juega con un puñado de hojas.
En un balcón alto, recortado contra el cielo gris y la llovizna, una mujer sacude una sábana blanca, blanquísima. Ella y tela se mueven como un todo suspendido en el vacío. Por un instante la tela concentra toda la luz y la refleja. Son algunos segundos: la mujer desaparece y sólo queda la huella en un paisaje indiferente. Y después los relatos sobre la huella.

viernes, 2 de agosto de 2013

VISTO Y OÍDO (En un viaje en tren)




El hombre entibia dos mandarinas al sol. Las apoya en el marco de la ventanilla, con cuidado, como si algo importante e invisible se jugara en ese acto. Después de un rato las gira y las cambia de posición: una ocupa el lugar de la otra. Las observa unos instantes; después se olvida.

-No me llamó, desde el año pasado no me llama. Te lo dije: para mí los años pares son inmundos.
 
La mujer tiene unos ojos oscuros  que sobresalen en su cara delgada, y  aunque los párpados parecen pesarle los mantiene  abiertos. Por momentos baja la mirada hacia su bebé dormido y la deja allí un rato, como si acariciara la cabeza  del pequeño, pero casi todo el tiempo tiene la mirada perdida en el afuera. No parece  mirar nada en especial sino simplemente entregarse  al movimiento y fugarse  ella también en la fuga de todo. Parece venir de un viaje infinito.

Ahora, vuelve nuevamente la mirada hacia su hijo, y ahí se quedan sus ojos. De pronto, fugaz, inesperada, se le dibuja una sonrisa en los labios que restituye la esperanza, un antes y un después gozoso.
-Se lo dejó a la vecina y cuando la vecina se lo devolvió estaba muerto.
Un conjunto de árboles: se pierde y deja una huella

Un perro viejo, flaco, camina de una punta a la otra del vagón, como si buscara su sitio.

-Hoy no. (Silencio). Te dije que hoy no 

Hay dos niños en el andén, casi de la misma edad, envueltos en larguísimas bufandas azules. Casi iguales los niños y las bufandas. Las puertas del tren se abren, están a dos pasos de ellas, pero no suben.  Inmóviles, miran hacia el interior del vagón con cierta nostalgia. Uno de ellos levanta la mano de pronto, simplemente levanta su mano derecha y saluda; se diferencia del otro.

A veces los rostros se reflejan en las ventanillas. A veces no.