EL ÁRBOL, Una búsqueda atípica en el "cine argentino"
Por Diego Gresca, para el National Film Review, Capítulo argentino
Si es que existe un "cine nacional" entre nosotros, más allá de La guerra gaucha, otras películas de temática "argentina" y la filmografía de Leonardo Favio, signada por la búsqueda estética, El árbol se inscribiría en ella compartiendo las premisas de Favio. Un cine de interdicción que interroga al espectador sobre la misma esencia del relato cinematográfico. El árbol, más allá de la anécdota mínima que narra, es una película sobre el cine, sobre las variadas formas que el arte propone para instituirse como tal. Una historia mínima, familiar, doméstica, que sin embargo alcanza, por las formas con las que se narra, para constituir el relato filmográfico.
Nada ocurre, o dicho de otra manera, lo que va a ocurrir, inscripto en la lógica del devenir, es conocido por el espectador desde el primer momento. ¿Qué ha de esperarse acerca de un árbol que está irremediablemente muerto desde la primera escena? ¿Que caiga, de una u otra forma, como augura el personaje femenino, la madre? ¿o que renazca de entre sus propia irreversible finitud, como espera el padre?
El árbol nos habla sobre el tiempo, sobre el tiempo en la vida, pero, sobre todo, sobre el tiempo cinematográfico. Las estaciones se suceden; y los climas, más o menos auspiciosos. Las posiciones que creen interpretar lo que la vida propone, se explicitan con la simpleza propia de la naturaleza (humana) y avanzan hacia un final previsible. No hay información en el sentido llano del término, que conduzca al espectador en la dirección del desarrollo dramático, sino más bien una justificación vital de los pronósticos que los personajes efectúan desde el comienzo de la película.
Si es que existe un "cine nacional" entre nosotros, más allá de La guerra gaucha, otras películas de temática "argentina" y la filmografía de Leonardo Favio, signada por la búsqueda estética, El árbol se inscribiría en ella compartiendo las premisas de Favio. Un cine de interdicción que interroga al espectador sobre la misma esencia del relato cinematográfico. El árbol, más allá de la anécdota mínima que narra, es una película sobre el cine, sobre las variadas formas que el arte propone para instituirse como tal. Una historia mínima, familiar, doméstica, que sin embargo alcanza, por las formas con las que se narra, para constituir el relato filmográfico.
Nada ocurre, o dicho de otra manera, lo que va a ocurrir, inscripto en la lógica del devenir, es conocido por el espectador desde el primer momento. ¿Qué ha de esperarse acerca de un árbol que está irremediablemente muerto desde la primera escena? ¿Que caiga, de una u otra forma, como augura el personaje femenino, la madre? ¿o que renazca de entre sus propia irreversible finitud, como espera el padre?
El árbol nos habla sobre el tiempo, sobre el tiempo en la vida, pero, sobre todo, sobre el tiempo cinematográfico. Las estaciones se suceden; y los climas, más o menos auspiciosos. Las posiciones que creen interpretar lo que la vida propone, se explicitan con la simpleza propia de la naturaleza (humana) y avanzan hacia un final previsible. No hay información en el sentido llano del término, que conduzca al espectador en la dirección del desarrollo dramático, sino más bien una justificación vital de los pronósticos que los personajes efectúan desde el comienzo de la película.
Ese árbol va a caer. De una u otra forma, va a caer, va a derrumbarse sobre sí mismo, porque la ciencia salitrosa, la cultura, que el hombre pone en juego a partir de su deseo, no alcanzará para vencer la sabiduría sobre la vida que la mujer esgrime desde que robó la manzana de aquel otro árbol que le estaba prohibido. En el transcurso del inevitable acaecer la mujer barre las hojas, junta, por así decirlo, las pruebas que sustentan su opinión. El hombre se entretiene con el fluir de las aguas, con aquello que lo incita a las navegaciones que sabe sin regreso. Permanecer y partir, estar entre los refractados rayos de la luz sobre las hojas, o ir al encuentro de otras sombras. Permanecer o partir, estar inmerso en las señales precisas de la vida y de la muerte o intentar, hasta el final, un esfuerzo último, reparador y frustrante, inútil, de un viaje hacia el regreso imposible.
Los verdes, mientras tanto, se transfiguran, alcanzan a enmarcar el rostro de un fauno que, ante la égloga simple del racionalismo de un vecino, nos hace pensar que tal vez. Los labios de una mujer que visita a la pareja que disputa sobre un instante llamado fin, han sido tatuados por el tiempo, proponen la resignación en la orilla del licor casero, de naranjas o mandarinas suponemos, con el que se brinda por un reencuentro fallido. No volveremos a encontrarnos, nunca. Cada instante nos ha devorado y nos ha hecho otros.
Y la luz entre el follaje, y el sonido de las hojas y del agua, imágenes proyectadas sobre paredes y puertas antiguas que a su vez nos son proyectadas conteniendo rostros desdibujados por el tiempo y por las puertas y paredes de aristas limadas, escindidas, y el cantar del agua que cae, el del agua que golpea, el del agua que corre.
El haiku ¿puede fimarse? Y ¿puede filmarse la poesía? Puede el relato ralentarse y pautarse, acentuarse como versos primitivos, como oscuros cantos sin reglaje, como imprecaciones domésticas ante el altar de los muertos. ¿Puede?
Eso es El árbol, una gran pregunta sobre el cine, sobre el relato cinematográfico. Una pregunta donde, creo, debería celebrarse la valentía misma de haberla planteado aquí, entre nosotros, bárbaros modernos que acabamos de descubrir el cine de acción, el de suspenso y, sobre todo, los efectos especiales.
Una película es, en definitiva, una suma de saberes y sensibilidades que permanecían dispersas hasta que alguien, el director, logra seducirlas, entusiasmarlas, disciplinarlas tras un objetivo común de inciertas repercusiones.
Digo que es una cruzada hacia un sepulcro pagano, una batalla a la que algunos aún deciden presentarse con las armas que han rescatado de otros campos, para salvarnos, para salvar nuestra sensibilidad del adocenamiento.
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