La frase
Me parece advertir algo en la escritura, tanto en la prosa como en el verso, que podría asociar con mi manera de escuchar música o de ver cine. Con mi manera de apreciar el arte o de entrar a la cosa; algo que llamo, metafóricamente, la frase.
Me parece advertir algo en la escritura, tanto en la prosa como en el verso, que podría asociar con mi manera de escuchar música o de ver cine. Con mi manera de apreciar el arte o de entrar a la cosa; algo que llamo, metafóricamente, la frase.
Y que no se trata, seguro, de un mero sintagma ordenado por las leyes de la lengua, ya que hablamos también de otros lenguajes, cuyo soporte fundamental es auditivo o visual. En el caso de la escritura, podría pensarse que la frase se radicaliza en el verso, pero los libros de ficción que más amo, llevan a cabo esta acción de una manera tan peculiar como la poesía misma, y a menudo en contra de las leyes del propio idioma, o bajo el uso de sus procedimientos más inusuales, o más cercanos al habla, la prima chiflada y rebelde de la lengua.
¿Han visto ustedes cómo frasea la música, llevándonos por el hocico, o llevando nuestro espíritu adonde quiere? En el solo de una voz o de un instrumento, en el contrapunto de dos, en la masa sonora de toda la orquesta que articula sus frases como si ocupara el vacío del universo.
¿Y han visto ustedes en el cine frasear a las imágenes en movimiento, como olas del mar o como baldes de agua echada sobre las baldosas de un piso, que hablan de la vida y de la muerte, de la memoria arrojada al océano del tiempo, como en una película de Fontán -El árbol- por ejemplo?
Ese diminuto fractal entero en sí mismo, en su ritmo y color, en su acento, su voluntad de decir, que aparece de entrada e inaugura al que será el objeto entero, y se pierde a veces, se recupera luego, por intención o por accidente, mientras “editamos” el objeto entero, es decir, mientras llegamos a su fijación reabierta siempre por el que lee, el que oye o el que ve. Esa parte completa e incompleta al mismo tiempo, que demanda el resto, que susurra el todo.
Y seguramente viene, la frase, de nosotros mismos, pero un nosotros mismos inmerso en las aguas extensas de la lengua vivida por tantos otros –o del ejercicio de la mirada, el ejercicio de la audición-, en un cruce cultural de vencederos y vencidos, de lo dicho en anonimia, ayer o hace quinientos años, pujando por nacer en una nueva reinvención, atándose incluso con lo impensable, nadando en la sordera del autor que le da la bienvenida.
Cuando hace unos días, como una niñita fui a los diccionarios en busca de las viejas diferencias entre frase, oración, sentencia gramatical, hallé esta insistencia: la frase es un conjunto de palabras que basta para formar sentido, aunque no llegue a constituir una oración cabal; la frase musical es una sección breve de una composición, con sentido propio, o también un período de una composición delimitado por una cadencia y que tiene sentido propio; o la frase posee sentido figurado con forma inalterable, de uso vulgar y que no incluye sentencia alguna; o es de uso común y sí expresa una sentencia pero a modo de proverbio, de sentido antiguo y difuso.
Incompleta, de uso vulgar, de sentido figurado, que no incluye sentencia alguna o es pura sentencia inalterable a modo de proverbio. Esta cosa, sin embargo, basta para formar sentido, limitada por una cadencia, estructurada por una música, una melodía, tiene sentido propio; casi independiente; menos afectada por el verbo, es decir el tiempo. “Como anillo al dedo”, decimos. “El día que no me case” me dijo un vecino ayer; ¿quiso decir: si no me caso?; ¿cuándo esté seguro de que ya no me casaré?; ¿sé que no me casaré?; ¿enunciaré al fin, o quedará finalmente claro que no voy a casarme? Esa perturbación del tiempo y de los significados que a menudo la frase trae consigo en el habla individual pero también regional, en el territorio de las clases sociales, en el choque irresuelto de las lenguas, como fósiles vivientes que vuelven a hablar una y otra vez pujando por entre la masa ordenada del idioma; índole y aire especial de cada idioma haciéndose a lo largo de los siglos; marcas de la anonimia que asaltan la voz de un sujeto desprevenido y le dan casa, calor, entonación; le dan sentido.
Y seguramente viene, la frase, de nosotros mismos, pero un nosotros mismos inmerso en las aguas extensas de la lengua vivida por tantos otros –o del ejercicio de la mirada, el ejercicio de la audición-, en un cruce cultural de vencederos y vencidos, de lo dicho en anonimia, ayer o hace quinientos años, pujando por nacer en una nueva reinvención, atándose incluso con lo impensable, nadando en la sordera del autor que le da la bienvenida.
Cuando hace unos días, como una niñita fui a los diccionarios en busca de las viejas diferencias entre frase, oración, sentencia gramatical, hallé esta insistencia: la frase es un conjunto de palabras que basta para formar sentido, aunque no llegue a constituir una oración cabal; la frase musical es una sección breve de una composición, con sentido propio, o también un período de una composición delimitado por una cadencia y que tiene sentido propio; o la frase posee sentido figurado con forma inalterable, de uso vulgar y que no incluye sentencia alguna; o es de uso común y sí expresa una sentencia pero a modo de proverbio, de sentido antiguo y difuso.
Incompleta, de uso vulgar, de sentido figurado, que no incluye sentencia alguna o es pura sentencia inalterable a modo de proverbio. Esta cosa, sin embargo, basta para formar sentido, limitada por una cadencia, estructurada por una música, una melodía, tiene sentido propio; casi independiente; menos afectada por el verbo, es decir el tiempo. “Como anillo al dedo”, decimos. “El día que no me case” me dijo un vecino ayer; ¿quiso decir: si no me caso?; ¿cuándo esté seguro de que ya no me casaré?; ¿sé que no me casaré?; ¿enunciaré al fin, o quedará finalmente claro que no voy a casarme? Esa perturbación del tiempo y de los significados que a menudo la frase trae consigo en el habla individual pero también regional, en el territorio de las clases sociales, en el choque irresuelto de las lenguas, como fósiles vivientes que vuelven a hablar una y otra vez pujando por entre la masa ordenada del idioma; índole y aire especial de cada idioma haciéndose a lo largo de los siglos; marcas de la anonimia que asaltan la voz de un sujeto desprevenido y le dan casa, calor, entonación; le dan sentido.
Átomos que construyen moléculas, que construyen tejidos... Cuando el yo lírico de un poema, cuando el narrador de un relato, cualquiera que sea, omnisciente o no, es asaltado por la frase, devorado por ellas, recién ahí, el mundo que construye empieza a existir. Hablados por los otros hablamos o hallamos nuestro lugar; nos reencontramos con una lengua secreta, íntima, impúdica, llena de sentido y de sonido que celebra ceremonias de alegría o de miedo o de dolor.
¿Cómo empieza un poema?, me suelen preguntar; empieza con una frase, suelo responder; o cuando ella me encuentra, por accidente diría, entonces el poema se resuelve, halla su sentido y su cauce. Porque trina un pajarito, porque un vecino dice algo en la vereda, porque el libro que leo me la dio; cualquier cosa puede ser la puerta, la frase de una imagen, la de una cadencia donde habla la voz; desarrapada, incompleta, vulgar, en litigio con el tiempo por su salvaje presentividad que hace del pasado anónimo vida, y no historia oficial, y que asegura mi propia vida viviente fuera de los mapas que de inmediato me borrarán de esa historia.
Así entro, como lectora, a los libros que amo; o a las películas, a las esculturas -fijas, pero mi mirada en movimiento-, a los paisajes de Van Gogh -cada pincelada, una frase-, a la música de Haydn o de Nick Cave... Como una bárbara asaltada por la frase que lleva dentro de sí un mundo desplegado por otra frase, y otra y otra volviendo viviente lo que leo, lo que veo, lo que oigo, constantemente amenazado por el horror al vacío del sin sentido que organiza de modo incesante nuevos sentidos, desde aquella anonimia donde múltiples sujetos, sin poder alguno, lo experimentaron en la voz y lo marcaron en la lengua que con ellos hablo.
Los lenguajes del arte, entonces, no son cincelados ordenadamente desde el poder de los que saben e imprimen sus nombres, colocados luego en el mapa de la historia por aquellos que tienen el privilegio de dibujarlo. No; más bien parece que la experiencia de vivir contiene innumerable información en estado más o menos latente, capaz de emerger y marcar los lenguajes, de transformarlos continuamente por asalto de la frase, la gota en el océano que el océano contiene y del que da cuenta. Los naides sin nombre, sin enunciación escrita, fuera del mapa, los que viven y mueren y nadie se pregunta para qué o por qué, son los que pujan por entre los intersticios de la materia del arte y toman desprevenidamente al autor, que es uno más de ellos con un oficio específico: el de dejarse agarrar sin caer en pánico, y el de elegir al mismo tiempo poner lo propio en una resolución de estilo y de sentido.
Contradiciendo la lógica de los referentes semánticos previamente convenidos y naturalizados, diría que ésta, por ejemplo, es una frase caliente: “las violentas peras del olmo”, y no, “el olmo no da peras”, aunque ambas provengan de la gracia sin par del refrán: “no le pidas peras al olmo”. Porque la frase de la que hablo no es una mera unidad de significado, es una unidad de sentido que va por más, va por más sentido y a menudo va por otras frases también; y en ese ir por otras no teme al silencio, ni a la morosidad ni al torbellino; no se juega sólo por la plusvalía de la fácil comunicabilidad y le gusta saltar las cercas o quedarse, detenido el tiempo, en el éxtasis del baile o del banquete. Hace unos días escuché contar a la artista plástica María Juana Heras Velasco cómo había encontrado, en busca de materiales, una chapa troquelada que convocó su atención; al intentar comprarla le dijeron que era inservible, que era un error de fábrica -la frase-; así que se la regalaron y se la llevó a su estudio para montarla en una obra instalada más tarde en Caracas; y al final de ello, un albañil con el fratacho en la mano, se quedó mirando la obra y le preguntó: ¿qué significa?, y ella: ¿qué significa para usted?, y él dijo: “un silbo en el aire”. La frase, del arte.
No hablo de la desaparición del autor, sino que cuestiono su dominio. No cuestiono su subjetividad ni su oficio; su arte de atender el lenguaje de expresión elegido, y su atención, son imprescindibles. No es hijo de un repollo, sino de su tiempo y de sus maestros -los elegidos y hasta los rechazados-, y por supuesto de sus coetáneos, e incluso hijo de sus hijos, los más jóvenes que han salido a la arena después de él. Todo comparece en la materia de su representación, pero sobre todo comparece, de una manera extraña, aquello que no ha tenido representación; lo que no la ha tenido es su razón de ser, la razón de ser, me parece, del arte.
Y si la pantalla del televisor desplegando sus reality, parece destronar la realidad y entronizar su propia representación como realidad única; si la pantalla de la computadora navegando en internet, lleva a copiar y pegar de manera consciente o inconsciente y marca también sin cesar la lengua que escribimos y que hablamos, sigo pensando que es más intensa la voz humana en la turbulencia geológica que nos acoge. La imagen o el texto sin espesor ofrecidos en la pantalla parecen perder los rasgos de sus productores, desingularizarse, causando la impresión de que pueden ser tratados como elementos permutables dentro de una gramática virtual –aunque los blog vengan con nombre y apellido, hay una “escritura de blogger” que frecuentemente termina comiéndose al que enuncia, sujetándolo, entre otras variables, al arquetipo de la falsa espontaneidad.
También la singularidad es convertida en rol en los reality para beneficio de las estructuras de mercado. Pero aún si la voz humana se ha fundido con la pantalla, eso no importa, siempre y cuando quede lugar para la producción de un presente reinscripto que no naufrague en la banalidad y en la idiocia de la imaginación pública; y que recordando su pasado como la patria original de la felicidad –es decir, la voz de todo lo viviente y el desgajamiento de la voz humana- vuelva a adquirir privacía, densidad y sentido con la presencia de lo hasta ahora impresentable.
Aún si la frase responde a las reglas que impone el sistema de la lengua, no es una mera emanación de él, por eso entra a la vida, es dinámica y está marcada por la intención de los sujetos, como ya Bajtin nos lo dijera en su concepto de enunciado.
Esta frase de la que hablo no es monológica, es eminentemente dialógica; el fraseo supone el encuentro con la variada carga de singularidades que otros sujetos han ido depositando en la frase, tanto en su repetición como en su variación sobre un motivo, sea para volver a enunciarla a la manera del proverbio o para modificarla en el seno de su cuna –“no hay que pedirle peras al olmo” por ejemplo, puede devenir en “las violentas peras del olmo”-; y si el poema parte de una frase, se podría pensar que su estructura siempre se teje con otros; por eso el autor que imagino no es un autor dominante, es uno más respondiendo en el concierto de esas subjetividades.
“El tiempo de la historia es el cairós en que la iniciativa del hombre aprovecha la oportunidad favorable y decide en el momento de su libertad”; nos dice Giorgio Agamben. La frase, podríamos decir con él, es el cairós del lenguaje, el momento justo, una oportunidad para tomar lo dado como real y transformarlo; la frase se alza en la discontinuidad y resuena nuevamente en la voz para entrar, cada vez, en la historia; es un residuo, un significante inestable que asalta al lenguaje y detiene su linealidad en el tiempo; así lo hace hablar, quiebra tanto la sincronía de la voz -todo lo viviente- como la diacronía del discurso funcional -que reclama la estructura del lenguaje-; resuena en la voz y en la acumulación fragmentaria de lo experimentado por innumerables seres humanos en la anonimia; dinámica, en movimiento, se acoge a la estructura del lenguaje y simultáneamente lo quiebra. No es reducida por la estructura ni por el mero acontecer, es de la voz y es de la historia al mismo tiempo; así entra en la construcción de un objeto “inútil” y perturbador, el del arte, que incluye otros elementos también -la voluntad del autor, su ideología, sus sentimientos, etc.-; la frase reaviva las voces de los muertos y nos hace imaginar las de los no nacidos que contemplarán ese objeto inútil y perturbador, lo oirán o lo leerán devolviéndole su movimiento, su hacerse siempre, una y otra vez... El pasado no está muerto, y la noción de futuro tampoco, el presente aprovecha la ocasión y decide, “dando cumplimiento a la vida en el instante -como señala Agamben en Infancia e historia-[...] liberándose del tiempo lineal continuo, deteniéndolo para decidir su libertad”.
Viene la frase, en su insistente apelación de sentido -las manos envejecidas de una mujer, tendiendo la ropa limpia en una cuerda del patio, en la película de Fontán; una chapa blanca troquelada, cruzada por una línea roja alzando vuelo en el espacio, en la obra de María Juana Heras Velasco; ese decir: “un silbo en el aire”-; viene la frase relocalizada y reinventada en su accidente a convocar un sentido nuevo y viejísimo a la vez, a poner el presente en rebeldía de manera furiosa o dulce, dulcemente... como una imprecación o como la frase primera de un bebé o como el trinar de un pajarito -“que te arrecostás en la piedra de beber”, diría don Ramón Palomares-, o todo a la vez, vaya a saberse..., cuando las momias hablen de nuevo o las siluetas de los NN pasen por la resurrección de la carne que es el sueño de la frase, en el arte.
Aún si la frase responde a las reglas que impone el sistema de la lengua, no es una mera emanación de él, por eso entra a la vida, es dinámica y está marcada por la intención de los sujetos, como ya Bajtin nos lo dijera en su concepto de enunciado.
Esta frase de la que hablo no es monológica, es eminentemente dialógica; el fraseo supone el encuentro con la variada carga de singularidades que otros sujetos han ido depositando en la frase, tanto en su repetición como en su variación sobre un motivo, sea para volver a enunciarla a la manera del proverbio o para modificarla en el seno de su cuna –“no hay que pedirle peras al olmo” por ejemplo, puede devenir en “las violentas peras del olmo”-; y si el poema parte de una frase, se podría pensar que su estructura siempre se teje con otros; por eso el autor que imagino no es un autor dominante, es uno más respondiendo en el concierto de esas subjetividades.
“El tiempo de la historia es el cairós en que la iniciativa del hombre aprovecha la oportunidad favorable y decide en el momento de su libertad”; nos dice Giorgio Agamben. La frase, podríamos decir con él, es el cairós del lenguaje, el momento justo, una oportunidad para tomar lo dado como real y transformarlo; la frase se alza en la discontinuidad y resuena nuevamente en la voz para entrar, cada vez, en la historia; es un residuo, un significante inestable que asalta al lenguaje y detiene su linealidad en el tiempo; así lo hace hablar, quiebra tanto la sincronía de la voz -todo lo viviente- como la diacronía del discurso funcional -que reclama la estructura del lenguaje-; resuena en la voz y en la acumulación fragmentaria de lo experimentado por innumerables seres humanos en la anonimia; dinámica, en movimiento, se acoge a la estructura del lenguaje y simultáneamente lo quiebra. No es reducida por la estructura ni por el mero acontecer, es de la voz y es de la historia al mismo tiempo; así entra en la construcción de un objeto “inútil” y perturbador, el del arte, que incluye otros elementos también -la voluntad del autor, su ideología, sus sentimientos, etc.-; la frase reaviva las voces de los muertos y nos hace imaginar las de los no nacidos que contemplarán ese objeto inútil y perturbador, lo oirán o lo leerán devolviéndole su movimiento, su hacerse siempre, una y otra vez... El pasado no está muerto, y la noción de futuro tampoco, el presente aprovecha la ocasión y decide, “dando cumplimiento a la vida en el instante -como señala Agamben en Infancia e historia-[...] liberándose del tiempo lineal continuo, deteniéndolo para decidir su libertad”.
Viene la frase, en su insistente apelación de sentido -las manos envejecidas de una mujer, tendiendo la ropa limpia en una cuerda del patio, en la película de Fontán; una chapa blanca troquelada, cruzada por una línea roja alzando vuelo en el espacio, en la obra de María Juana Heras Velasco; ese decir: “un silbo en el aire”-; viene la frase relocalizada y reinventada en su accidente a convocar un sentido nuevo y viejísimo a la vez, a poner el presente en rebeldía de manera furiosa o dulce, dulcemente... como una imprecación o como la frase primera de un bebé o como el trinar de un pajarito -“que te arrecostás en la piedra de beber”, diría don Ramón Palomares-, o todo a la vez, vaya a saberse..., cuando las momias hablen de nuevo o las siluetas de los NN pasen por la resurrección de la carne que es el sueño de la frase, en el arte.
Diana Bellessi
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