domingo, 20 de mayo de 2007

Los ecos del Festival de Tribeca

Por Pablo Goldbarg

Suenan Las Raíces

"¿Alguna vez escuchaste crecer a las raíces de un árbol?", me preguntó él mientras hacía los crucigramas. Sin pronunciar una palabra lo miré a sus ojos sorprendido. Él sonrió y agregó, "Recién escuché tu respuesta".

"¿Hay entre los árboles una dicha pálida,
final, apenas verde, que es un pensamiento
ya, pensamiento fluido de los árboles,
luz pensada por éstos en el anochecer?"

(Juan L. Ortiz, El alba sube, 1937)

María Merlino afirma que el árbol está muerto. Julio Fontán opina que no. La tranquilidad que los acompaña con sus palabras hace de la discusión un evento pacífico y prolongado que construye una historia simple y profunda sobre el paso de la vida y la memoria.

María hace de María (Mary), y Julio hace de Julio. Ambos son los padres del escritor y director Gustavo Fontán, tanto en la realidad como en la ficción. Los tres logran burlarse de las fronteras que dividen las etiquetas de "documental" y "narrativo", aunque en los festivales de Argentina, Mexico, Polonia y ahora en Tribeca, se exhibe su filme El Árbol (The Tree) en la categoría de documentales. Será porque es un ejemplo de documento sobre el delgado límite entre la realidad y la ficción.

El lente del padre aumenta frente al lente del hijo, y las hojas mas pequeñas se convierten en gigantes. Hojas sobre hojas. Plantas pintadas sobre el empapelado. Gente conversando a través de más hojas. Los nombres y sus plantas se pertenecen mutuamente. Lo simple y lo cotidiano se hace importante con cada tarea que mantiene a los Fontán ocupados, y comienza a ocupar tambien al espectador como una reflexión paralela. Mary sueña con un castillo en el que todo es hermoso excepto un pequeño sector que debe ser reparado. El reecuentro se convierte en llanto "pero de alegría", dice la invitada. Las nubes y las ramas secas amenazan, pero una pequeña hojita en el árbol da esperanza. Mary sueña esta vez con zapatos, y es Julio quien se los pone. ¿Partirá? Más tarde.

Maurice Schell, uno de los editores de sonido más importantes del cine americano, dijo que cuando el sonido está bien usado y es sutil, hace una gran diferencia: más allá del proceso de intelectualización logra que la audiencia sienta. El Árbol es uno de los pocos documentales donde el juego cómplice entre las imágenes y los sonidos se hace eterno y constante, dándole el mismo peso e identidad tanto a unas como a otros, generando así capa sobre capa. "Ese árbol está seco", dice ella, mientras se ve agua invadiendo las baldosas del patio. Los cuerpos y rostros dejan de tener protagonismo, y el detalle de los pies, manos y objetos abordan al espectador con los diálogos y sonidos fuera de pantalla. Hasta el silencio se escucha. La cinematografía de Diego Poleri se escucha y el manejo de sonido de Javier Farusa se ve. Ambos se fusionan y meten en la intimidad de Julio y Mary de una manera deliciosa y detallista, pero no es intrusa; nos invita.

El trío Fontán nunca se separa, y se hace más presente que nunca en las diapositivas que se proyectan sobre la pared. Las memorias fuera de foco contagian a la imagen de la pareja, y mientras los miramos mirar, ellos también se hacen difusos. Julio se lava la cara en la pileta del patio, y mientras el agua chorrea sobre su rostro, otra mágica transición de Marcos Pastor anuncia la lluvia. Una nueva capa que se agrega al equipo que ayuda a Gustavo Fontán en una sola voz a comunicar su poesía llena de sentidos. Hasta el olfativo. Porque no sólo se huele el tercer sueño de Mary plagado de recuerdos, sino la tierra mojada y el verde que ilumina la oscura casa. Cada textura y vibración se sostienen por si mismos en este lenguaje que balancea con precisión lo que se muestra y lo que se oculta.

Las estaciones pasan y los dos árboles frente a la casa siguen siendo testigos de la historia de los Fontán. Un árbol esta vivo. El otro esta muerto. No para Julio. Observan por la ventana pasar la vida, los recuerdos y el inevitable movimiento del tiempo, incluso en la quietud. Las risas de Julio y los niños se mezclan con la máscara de la seriedad. Junto a su mujer se mantienen activos en lo simple del dia a dia, mientras abejas, hormigas y otros bichos se apoderan de la tierra con un nuevo anuncio. "¿Vamos a dormir?", dice él. "Bueno", contesta ella. Así de simple. Sueños que se sienten: el reloj, las campanas, los susurros. ¿Cuál será el cuarto sueño de Mary? Julio viaja a reencontrarse con alguien: se ven fotos pero no el reencuentro. El vacío sin su presencia se convierte en espera, más lluvia y sombras. La ventana indiscreta no revela. Los zapatos de Julio sí.
Cuando vuelve del viaje, el árbol está caído. Con la tranquilidad de siempre, y la resignación de lo que era de esperar, recupera algunas ramas, y se lleva el muerto adentro de la casa. Porque hay que velarlo como un integrante más de los Fontán, transformarlo y hacerlo eterno. Son las buenas memorias que resurgen, mientras se lo crema y alguna de sus ramas se hacen humo. Es el intento de volver a darle vida. Y lo logran... los tres. Es el símbolo del orgullo que los Fontán deben tener sobre Gustavo, quien echó raíces más allá de los 65 minutos que dura la película.

Pensaba responderle que no. Pero después apareció ella con una copia del crucigrama y lo comprendí mejor. Yo también las escucho crecer.

1 comentario:

Ernesto Lago dijo...

En junio, El Amante/Cine copa el Malba. La programación completa, acá.