
Durante los momentos que compartimos, los
trabajadores de la empresa de demoliciones me explicaron con lujo de
detalles cómo y dónde golpear para
que una franja del cielorraso caiga
entera, o en cuánto tiempo se levanta la
madera del piso de alguna habitación, tratando de no dañarlo. También, con una
perplejidad que duraba y los afectaba, me narraron algunos hallazgos. Por ejemplo,
en una casa que habían demolido encontraron una bodega en el sótano donde quedaba una botella
de vino de 1964. O en otra, los antiguos propietarios habían dejado en el ropero dos vestidos de fiesta.
Pienso entonces en el cine. Estoy seguro de
que las películas que me interesan tienen un poder similar. Esa disrupción, ese
desajuste con el mundo y con la serie, es portadora de una carga de extrañeza
que pone en cuestión las costumbres y nuestro saber sobre las cosas. Hay algo
vital en ese corrimiento, algo que nos moviliza y nos interpela.
No
quiero pensar en la serie, en la infinita multiplicación de películas
idénticas, ni en el aparato sofisticado que sostiene y define las
características de la serie, incluso los
límites de la serie, las transgresiones posibles. No quiero pensar en las
consecuencias feroces de la serie sobre nuestra percepción, nuestras ideas y
nuestras emociones. Quiero pensar en esas otras películas, rebeldes y honestas,
desajustadas del mundo. Encuentro en ellas un gesto profundamente político.
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