Lentamente,
la soga se llena de remeras y pantalones cortos de distintos colores y tamaños que
brillan con el sol.
Cada tanto, la mujer
se lleva la mano a la frente y reacomoda un mechón de pelo arisco.
Junto a ella hay un pequeño; le sigue los
pasos, van como en conjunto. El niño parece distraído con algunas gotitas de agua que caen todavía de la ropa.
No debe caminar desde hace mucho porque mantiene el equilibrio con dificultad.
A veces, el niño tironea a la madre desde el pantalón reclamando algo, pero
ella sigue con su tarea y el pequeño se resigna.
Está
solo en la terraza. Tiene auriculares grandes en sus orejas. De pronto da algunos
pasos de baile espasmódicos, se
tranquiliza –como si repasara algo mentalmente- y vuelve a intentarlo. Después
camina por la terraza simplemente. Va y viene, de una pared a la otra.
Ella lee sentada en una silla, en el pequeño
sector de sol que los edificios permiten en su patio. No es posible ver el libro en su totalidad; sólo el fragmento que el cuerpo inclinado sobre él recorta, y el movimiento de una de las manos pasando las
hojas. También, un pañuelo a modo de turbante en su cabeza. Y el irremediable
movimiento de la sombra.
Dos
macetas grandes contra una pared. Una tiene una yuca, otra un falso muérdago.
Contra la pared que las enfrenta hay dos
sillas de plástico apiladas y una maceta vacía. El viento se arremolina
en esa terraza, juega con un puñado de hojas.
En un balcón alto, recortado contra el cielo gris y la
llovizna, una mujer sacude una sábana blanca, blanquísima. Ella y tela se
mueven como un todo suspendido en el vacío. Por un instante la tela concentra
toda la luz y la refleja. Son algunos segundos: la mujer desaparece y sólo queda
la huella en un paisaje indiferente. Y después los relatos sobre la huella.