En el diccionario de la Real Academia
Española el verbo ‘abismar’ tiene cuatro acepciones: 1) hundir en un
abismo; 2) confundir, abatir; 3) entregarse del todo a la contemplación,
al dolor; 4) sorprenderse (conmoverse con algo imprevisto o raro).
Excepto la segunda acepción, todas las otras sirven para pensar qué es
el cine de Fontán.
Una primera aproximación: en el cine de
Fontán, evanescente, espectral y sorpresivamente intempestivo, los
planos en conjunto se abisman parcialmente a través de un procedimiento
general forjado en un estilo en el que lo real, más que duplicarse en su
representación, se hunde en una segunda naturaleza concebida en imagen y
sonido por donde la materialidad bruta del mundo se reconfigura en un
orden poético, una búsqueda peculiar de ordenar los elementos del mundo
de tal forma que queden desprovistos de toda utilidad y produzcan en
quien mira una experiencia radicalizada en la sensibilidad. El gato ya
no es sólo un felino; las hojas caídas de un árbol en un piletón poco
tienen que ver con un registro botánico; las baldosas no remiten
exclusivamente al mundo de la construcción; y tampoco los hombres,
eventualmente, se definen por sus profesiones. Lo que queda es un nuevo
mundo que sorprende por su nueva disposición de objetos y sujetos, más
bien entidades, ontología fantasmal de presencias reales que convoca a
la contemplación.
El primer ejemplo de todo esto está en La orilla que se abisma,
una película magistral donde Fontán transfiere el universo del poeta
J.L. Ortiz a imágenes y sonidos. Excepto por una breve cita inicial de
un poema, la película reniega de la cita directa. El verdadero desafío
es justamente cómo sustituir los versos de Ortiz por planos que reenvíen
a una experiencia poética del mundo natural. El lugar común aconsejaría
filmar en panorámicas majestuosas los ríos de Entre Ríos mientras una
voz pausada lee fragmentos de un poema; o buscar un registro perfecto en
el que la luz natural permita reconocer la presunta pureza del mundo a
la que Ortiz le dedica sus versos. Fontán rehúye a la mímesis apelando
al desenfoque y al movimiento, rompiendo con todas las reglas de la
representación vía una poética sostenida en un plano de difuminación
continua de la materia filmada y apoyada en un trabajo sonoro que
tampoco apuesta por un realismo ingenuo o poético. La hipérbole del
abismo es infinita porque así lo exige el tema. Pero no siempre el cine
de Fontán es puro trance perceptivo.
En La madre y Elegía de abril,
Fontán no abandona su poética del abismo, pero la combina con un deseo
circunspecto de relato. En el primer caso, hay una historia mínima que
gira en torno a las acciones cotidianas de una mujer de 45 años hundida
en la locura y de su hijo, que intenta contenerla mientras tiene que
elegir un rumbo para su vida. He aquí un caso fantástico de cine de
poesía. Los ángulos heterodoxos desde los que se filman los pies de la
mujer, las formas de capturar un viaje en tren y un paseo que se repite
en un mismo camino, el registro de la casa y sus ventanas hacen que la
cámara adquiera una dimensión casi subjetiva: la experiencia del mundo
(y del tiempo) de los dos protagonistas está en lo que se ve y en lo que
se escucha. Es la experiencia en sí lo que se intenta filmar. En Elegía de abril
se suma otra variable: la irrupción de la ficción en el registro
documental, de tal modo que Fontán termina identificando una zona de
intersección e indefinición que le permite introducir una especie de
registro del flujo de lo real en su duración; desprovisto de un sentido
pragmático, lo real parece un sueño o un trance, algo que también estaba
bajo escrutinio, en menor medida, en El árbol. En Elegía de abril Fontán prueba unos travellings geniales sobre los objetos de una casa que en La casa adquieren una función precisa: son los objetos los que resguardan la memoria y todas las historias de sus dueños.
El rostro, la última película de Fontán, abarca, en cierto sentido, todas sus películas. Anticipada, acaso soñada ya en un pasaje de El paisaje invisible
en el que la fascinación por el rostro de los hombres es una evidencia,
ahora Fontán no sólo trata de saber “lo que el otro ve cuando mira”,
como se enunciaba en Canto del cisne, sino de imaginar el
rostro colectivo de un ecosistema. El cine de poesía de Fontán alcanza
aquí su máximo refinamiento: la presencia subjetiva de la cámara es
absoluta, pero ya no es ni mecánicamente objetiva ni poéticamente
subjetiva. Es la invención de una mirada, un plano del que todavía no
tenemos nombre.
LAS PELÍCULAS DE FONTÁN
El rostro, Argentina, 2013
Gustavo Fontán ha hecho una película
cuyo título podría remitir a un posible tratado sobre la dignidad de los
hombres según el filósofo Levinas, un pensador obsesionado por el
rostro de las criaturas que tienen el don del habla. Sin duda la cámara
capturará la dignidad del rostro de los hombres aquí filmados, pero nada
tiene que ver El rostro con una empresa filosófica. El temple
del film es enteramente poético, como en la mayoría de las películas
maduras del director. Los rostros llegan tardíamente al centro de
gravedad del film. Rostros de niños y mujeres, también de hombres,
probablemente pescadores. En la espera, la naturaleza se impone, sobre
todo el río, que parece empujar a la cámara para que ésta fluya a través
de un ecosistema, como si ese dispositivo de registro fuera un animal
mecánico que busca fusionarse con lo que está a su alrededor. ¿Qué se
filma entonces? Entidades vivientes. El río, los animales, los árboles,
los hombres se interpretan a sí mismos en un registro enteramente
democrático. El rostro es una película desprovista de narración;
las imágenes se hilvanan con la elegancia de un sueño perteneciente a
una vida espiritual intensa, un trance poético compuesto por imagen y
sonido. Quien se permita hacer una experiencia con lo que se ve y se
escucha ya no será el mismo, al menos por una hora. Y eso define en
cierta medida el cine de Fontán, que consiste en una modulación
holística de la sensibilidad.
***
La casa, Argentina, 2012
Como sucede en la poesía, la musicalidad
de las palabras y su poder evocativo constituyen un sentido abierto,
sugerencias de un lenguaje que ya no funciona como instrumento sino como
elemento estético en sí. No se trata de contar una historia, sino de
producir visiones y sentimientos con palabras. Es precisamente eso lo
que sucede en La casa, el cierre de una trilogía (junto a El árbol y Elegía de abril)
en la que Gustavo Fontán registró la casa de sus padres en Banfield. El
desafío es encontrarse con un conjunto de imágenes preciosas y
misteriosas y un diseño sonoro magistral que funcionan como una
exploración poética de un mobiliario a punto de ser demolido. Fontán
entiende que en esa esfera amorosa formada por ladrillos se resguarda
aún la historia familiar, y con su cámara intenta capturar el paso del
tiempo y la evidencia física de quienes vivieron ahí. Los objetos, las
piezas, las ventanas, los pasillos son filmados como entidades
vivientes, espectros materiales que custodian un relato familiar. En
algunos pasajes se ve una reunión familiar como si estuviéramos en una
sesión de espiritismo con la cámara como médium. Es un momento
fantástico, único. Los últimos diez minutos son dolorosos, el fin de una
metafísica del espacio. Las grúas destruyen todo y los escombros se
imponen como un destino. No solamente mueren los hombres y los animales.
La finitud es la última evidencia.
***
Elegía de abril, Argentina, 2010
Un libro surge de las cenizas: guardado en un clóset por más de 50 años, Elegía de abril,
del poeta Salvador Merlino, es redescubierto cuando la hija del autor
decide revivirlo; o más bien testifica sobre su existencia para que
otros decidan sobre su precario futuro. María no sólo establece una
herencia y una cierta responsabilidad que su hijo y nieto habrán de
aceptar. Ella también se ha cansado de ser objeto, más que sujeto, de la
película. Su extenuación ontológica decreta una sustitución estética.
¿Cómo seguir con un filme en pleno desarrollo donde la protagonista
decide darse a la fuga? Inclasificable e inestable, Elegía de abril muestra
su autopoiesis. Lo que vemos insinúa que Fontán está una vez más
capturando pacientemente los avatares de un microcosmos familiar en el
que él es parte de una tensión narrativa y existencial. Un libro deviene
en una película, y en ese universo familiar el realizador entiende que
se evoca un orden que excede lo doméstico: la memoria de su familia y la
resistencia legítima por parte de su madre y su tío a reconstituir una
existencia real y poética, la de Merlino, configuran un dilema
universal. Puede ser que las memorias no sean exclusivamente
placenteras. No se sabrá, aunque los dos testigos desean huir del
objetivo de la cámara. La cámara caza recuerdos y el presente. Es un
motivo recurrente: la captura de lo real, atrapar a los vivos y
convertirlos luego en fantasmas materiales. Es por eso que Elegía de abril es
un filme de fantasmas. La casa es una entidad, una bóveda en donde el
pasado reposa en los objetos, las paredes, las cortinas, las copas, los
platos. El rigor del plano detalle constituye un idioma de los
objetos. Hacia el final, la película alcanzará instantes sublimes y
fantasmales. Varios espectros femeninos imponen discretamente una
textura difusa. Son apariciones, inexplicables y misteriosas, como los
últimos planos, en los que una niña juega con su padre. En efecto, las
últimas imágenes de Elegía de abril ya no parecen humanas. Es que Fontán va preparando una epifanía de otro mundo.
***
La madre, Gustavo Fontán, Argentina, 2009
La voluntad narrativa y poética se
combinan en este filme de Fontán, hasta ahora su película más
incomprendida. La sofisticación de la puesta en escena no sólo es
perfecta sino fundamental para expresar sin el uso de la palabra la vida
espiritual de sus dos intérpretes principales: Jonathan (el hijo) y
Sonia (la madre). En este drama edípico en el que la locura sobrevuela
todos los planos se revela materialmente el concepto de Pasolini de cine
de poesía. La madreabandona parcialmente la claridad
expositiva de un argumento para constituirse en un relato en vías de
extinción donde la cámara dobla la experiencia de sus personajes y con
ese procedimiento diluye en verso el argumento. En síntesis: Sonia
delira y bebe; Jonathan analiza seguir con su vida o cuidar a su madre.
Está clara la inversión de roles: la madre ha dejado de contener, el
hijo la resguarda en un desvarío mental que la reduce a un desamparo
infinito. Las acciones son mínimas: la madre tomará un tren para ir a
buscar a su marido (que permanece en fuera de campo); el hijo mantendrá
la casa en orden y disfrutará en la medida de lo posible la ternura de
su novia. La tensión narrativa pasará por la decisión del hijo, pero en
este filme, que bien podría ser considerado como un documental sensorial
de baldosas y hojas caídas, el gran argumento es su forma.
***
El árbol, Argentina, 2006
Puede ser desconcertante encontrarse con
un filme cuyo nudo narrativo consiste en la discusión intermitente
entre una pareja de ancianos sobre la necesidad de cortar o no una de
las acacias de la entrada de la casa en la que viven. Del registro
(poético) de la vida cotidiana de sus padres, que empieza en la
primavera del 2004 y termina en el otoño del 2005, Gustavo Fontán
consigue capturar el proceso por el que se llega a una decisión,
elíptica aunque verificable (sonoramente) hasta el último segundo de la
película. La totalidad del filme transcurre en una casa de Banfield, al
sur del Gran Buenos Aires, y mientras se decide qué hacer con el árbol
no es la claustrofobia el sentimiento dominante sino una suerte de
júbilo naturalista que transfigura ese hogar familiar en un escenario
cósmico. El árbol pertenece a una tradición cinematográfica en
la que la contemplación es un método de trabajo por el cual a partir de
lo que es visible pero no se ve del todo se encuentra la hermosura
física del mundo. Un plano de abejas en un árbol, las hormigas flotando
en el agua de lluvia en el patio, la tormenta pegando en la ventana son
vestigios del devenir. El pasaje en el que los dos ancianos se van a
dormir y el tictac del reloj del living se vuelve omnipresente compendia
la obsesión de aprehender el presente en su duración. Es un momento
asombroso, anunciado por la escena donde la pareja revisa diapositivas,
instante en el que se puede apreciar la poética sonora del director.
Fontán descubre el poder del cine para espiar el tiempo y la mutación de
los seres vivos en su duración. Al comienzo una cita del poeta
entrerriano Juan L. Ortiz anuncia un camino poético. El árbol es
una meditación sobre el habitar, y eso implica develar una relación
estructural entre el tiempo y el ser. “Poéticamente habita el hombre
sobre la tierra”, decía Hölderlin, sentencia que Ortiz podría haber
escrito y que Fontán materializa sin esfuerzo alguno.
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El paisaje invisible, Argentina, 2003
Este retrato no del todo convencional
del poeta Jorge Calvetti es una de las películas más ortodoxas de
Fontán, aunque algunos de los procedimientos formales que definen su
cine diez años después, en particular su obra maestra El rostro, están dispersos en este cortometraje. La inquietud poética atraviesa toda la obra de Fontán y alcanza su máxima expresión en La orilla que se abisma,
magnífica apropiación visual y sonora de la poesía de J.L. Ortiz. La
figura elegida aquí es el ya octogenario Calvetti, que intuye su muerte,
y la puesta en escena se organiza como una especie de evaluación final
de su paso por el mundo. Paseando por su biblioteca dice: “Como un
animal voraz / la muerte me anda siguiendo. / Voy a entregarle mi cuerpo
/ y voy a seguir viviendo”. Como introducción a la obra de Calvetti, El paisaje invisible funciona
mejor cuando se despega del retrato y la cita y consigue traducir en
imágenes la preocupación por el nexo entre lo sensible y lo inmaterial
en la palabra. Unos ralentis casi fantasmales capturan a un niño
caminando; mediante una operación similar de registro, Fontán sigue el
movimiento lento de una especie de procesión de entidades humanas que
lucen espectrales. Instantes poéticos inspirados por Calvetti,
preparación de un camino inusual hacia un cine de poesía.
***
Donde cae el sol, Argentina, 2002
Película ajena al sistema formal y
conceptual de Fontán, y por eso fundamental para pensar cómo juega en el
conjunto de su obra. Se trata de un drama costumbrista, con todos los
elementos característicos del género: una familia, el barrio, el club,
el trabajo, elementos simbólicos que articulan el mundo de los
personajes y sus valores, pero siendo un film de Fontán no podía ser del
todo ortodoxo. Hay dos irregularidades: el costumbrismo en su veta
dramática suele ser nostálgico y rara vez adopta un costado trágico, lo
que sucede en Donde cae el sol; por otro lado, el costumbrismo
puede caer fácilmente en una reproducción de la estética
representacional televisiva, pero en esta película no hay un solo
plano-contraplano, recurso típico de la lógica televisiva. Fontán intuye
aquí una forma de filmar el espacio luego perfeccionada. Enrique
(Alfonso De Grazia), de 65 años, se enamora de una mujer treinta años
más joven. El “suegro” no lo tolera, pero muchos menos el hijo de
Enrique. Si en el costumbrismo se refrendan los valores, aquí la
transgresión del abuelo tendrá consecuencias que mancillan la presunta
universalidad de las buenas costumbres. Film raro para Fontán, que
solamente parece dialogar con una tragedia existencialista como La madre.
***
Marechal, o la batalla de los ángeles, Argentina, 2001
La inquietud por los poetas y los
novelistas es una constante en la obra de Fontán; en este caso, el
escritor elegido es Leopoldo Marechal (1900-1970), una figura clave de
la literatura argentina aunque menos reconocida internacionalmente. Lo
que en un principio parece ser un videofilm no muy lejos de la lógica
televisiva de representación se va enrareciendo a través de una ascética
pero contundente puesta en escena que anticipa algunos giros formales y
conceptuales de Fontán (un modo peculiar de filmar los objetos y una
obsesión por el espacio como entramado material de la memoria, aquí el
mítico café Izmir). El reconocido sociólogo Horacio González es quien
tiene la tarea de dilucidar la obra de Marechal, y en conversación con
el editor Claudio Pérez va analizando algunas cuestiones que se repiten
en la obra del escritor: los usos de la alegoría, una dimensión
metafísica cristiana heterodoxa y una preocupación social (que
políticamente tendrá expresión en el peronismo). González entrevista a
familiares y allegados, de tal modo que la aproximación no sólo es
intelectual sino también emocional y anecdótica. Algunos personajes de Adán Buenosayres y Megafón o
la guerra tienen apariciones repentinas y fugaces. El filme alcanza su
máxima altura en los tramos finales cuando el “fantasma” de Marechal se
vuelve visible.
***
Canto de cisne, Argentina, 1994
Según el propio director, es éste su
verdadero primer filme. Y no es difícil adivinar por qué: como en
cualquier película iniciática, los materiales que estarán presentes a lo
largo de una obra aparecen por primera vez dispersos sin dejar por eso
de ser reconocibles retrospectivamente. En primer lugar, Canto del cisne denota
un interés especial por encontrar un lugar para la palabra poética en
el reino de la imagen. ¿Se dice o se debe retener hasta las últimas
consecuencias el lenguaje explícito en el cine, incluso si está en
sintonía con la musicalidad de una lengua? Dilema que Fontán resolverá
con el tiempo, no aquí donde se entreve esa inquietud. Segundo motivo
evidente: una voz en off propone sin desearlo un programa ético para un
camino estético. Dice: “Quizás, alguna vez, en un mísero instante,
veamos lo que el otro ve cuando mira”. El cine es poder hacer ver lo
otro de los otros. También se ven los primeros movimientos de cámara
para registrar los espacios donde se habita: una cantina y un hospicio.
Un único plano fijo sobre un charco de agua, en el que se ve el reflejo
imperfecto de un hombre; la naturaleza a secas no es todavía un
problema, tal vez porque es un filme humano, demasiado humano: sus
protagonistas están en un hospital psiquiátrico. El viejo que pasea de
un lado a otro y toca el violín quizás esté entre muros. Sus compañeros
deambulan y los médicos vigilan. La sensibilidad extrema enloquece,
estremece.
Roger Koza / Copyleft 2014
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