Llueve
cuando llego a la casa. El perro se alegra de verme, da unos saltos y revolea un trapo de un lado a otro, como si
fuera otro animal e intentara matarlo. Después se echa, agitado, contra el tronco
del cedro. Me quedo unos instantes junto a él. Es una llovizna suave, no hiere…
Contra el cielo plomizo, los eucaliptus y los tilos tiemblan con luz propia.
Una luz, algo plateada, algo sombría… Un deslizamiento leve desde mí hacia no
sé dónde. Siempre es un viaje de ensueños. Me rodean los árboles y la tierra y
el silencio, y algún pájaro, que cada tanto, sorprendido o no por la lluvia,
abisma la tarde. El pasto húmedo… Huelo
el pasto húmedo por primera vez. Eso es, como si fuera la primera vez. Después
entro a la casa. ¿Dónde está esa casa?
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Ella
dice: “hay una casa, siempre se llega a una casa”.
Ella
dice: “hay un perro blanco y negro, y una pata gastada de la mesa, y una luz que
se esfuma cuando la mirás”