1-
Salíamos silenciosas, Mariana y yo, del cine donde acabábamos de ver “El
rostro”, de Gustavo Fontán. Caminábamos hacia la salida, sin haber logrado
articular ninguna palabra, cuando una mujer que parecía una irlandesa pecosa,
con una mochila juvenil a la espalda, se nos aproxima y nos dice: - Disculpen,
¿puedo preguntarles algo?
-Sí- le respondimos al unísono, más para
dejar de evitar el silencio que por genuino interés. - Yo lo sigo a Fontán en
todas sus películas. Me encanta, me encanta. Una vez logré hablar con él. Pero
esta película, no sé, ¿a ustedes les gustó?
- Bueno, no podría decir que me gustó
-respondí; y éramos como tres mujeres al borde de un río, vacilantes, desconcertadas.-.
“Gustar” no es la palabra, coincidimos.
Hablamos del ritmo causado entre imágenes y sonido ambiental, de la ausencia
absoluta de diálogo, de texturas, sensorialidad y disrruptivas relaciones de
causa y efecto. Hablamos de su espacio-tiempo inmaduro o demasiado cercano al
origen o preñado de su propia prematurez
y del alerta que significaba entrar en la dimensión de inminencia en que
la película anclaba.
2- Dos semanas después de “El rostro”,
comienzo a leer “Los desarzonados”, de Pascal Quignard. (“Desarzonar”,
según el diccionario de la RAE,
significa “hacer violentamente que el jinete salga de la silla”. “Désarçonner”,
en sentido figurado, también se usa familiarmente en francés con el significado
de “confundir, desconcertar”. Nota del traductor).
“Todo espectáculo (toda vida) - dice
Quignard-se funda en las dos escenas que faltan (la escena que le falta al que
nace de ella y la escena que le va a faltar al que desaparece de ella)”. Y agrega: “La vida no conoce el “texto
original” de la muerte. Ignora el ‘texto definitivo’ en que se vierte.”
Habría, pues, según lo antedicho, dos escenas
que faltan en el texto de nuestra vida, la imagen (faltante) del origen y la
imagen (faltante) del fin. Entre una y otra, estaría el ensayo perpetuo de
vivir durante el cual, “hay que volver a pasar por la situación sin
antecedentes” (la escena del fin de la que nunca tendremos experiencia).
3- A la luz de la lectura del libro de
Quignard, “El rostro” se me aparece
justamente como aquel espacio-tiempo del ensayo de la vida, donde lo que se
muestra en el film es la re-incidencia de la falta en las escenas del origen y
del fin, escenas cruciales que a los vivientes hablantes nos estarán para
siempre vedadas. Y en ese reincidir continuo donde la vida de cada uno coincide
violentamente o se aparta (violentamente) de la vida de los otros, adviene la
amalgama de rostros que retornan para ser olvidados y retomados y otra vez
perdidos, “más allá del tiempo, más allá de los lugares, más allá de la vida de
los vivos, más allá de la muerte de los muertos” -escribe Quignard-. “El rostro”,
ese agalma, (*) va encarnando cada vez en rasgos completamente nuevos; rasgos
capaces de convocar tanto el dolor como la alegría o el horror; rasgos que sólo
podríamos llegar a asir en las arenas movedizas del deseo.
4- “El rostro”, la película, es hoy para mí, la audaz y casi inconcebible representación del espacio -tiempo del ser,
esa bruma que cierne sobre nosotros la dimensión de una lengua verdadera cuya
palabra nos toca pronunciar en lo íntimo a cada uno de los espectadores, aquéllos que, estando aún
con vida, hemos de pasar por el nacimiento una y otra vez hasta alcanzar lo que
por convención (de la vida, de lo relatos) denominamos “fin”.
Privados de la memoria del suceso que
provocó nuestro nacimiento y privados asimismo del saber o experiencia de la
propia muerte, siempre a merced de nuestra copiosa imaginación, ensayamos el
guión personal de nuestra supervivencia.
He
ahí el desafío que esta película nos ofrece: ponernos ante los ojos durante
una hora reloj, el relámpago de la vida: “pruebas, impresiones, esbozos,
borradores, comienzos manuscritos”, sin principio ni fin.
(*)
Agalma (Lacan): Brillo fálico del objeto a, donde lo deseable se define no como
fin del deseo sino como causa del deseo.
Alicia
Silva Rey
en“Agenda
del Sur”, Mayo 2014