Patricia me cuenta que anoche soñó con su padre. Su rostro era
joven, no usaba anteojos todavía, me dice.
Aunque los dos -ella por supuesto- conocíamos muy bien a ese hombre,
muerto ya hace unos años, se empeña en describir los detalles: la piel blanca y
lampiña, los ojos juguetones, la sonrisa pícara. En esa descripción minuciosa,
entiendo, se juega para ella un montón
de otras cosas: su propio rostro -el brillo en su mirada mientras me lo cuenta
es insoslayable- lo revela. Ese rostro, el de su padre joven, es un
momento robado al tiempo, la llave de un
instante único que la contiene niña a
ella y joven al padre. Aunque entiendo
esto, hay una profunda, profundísima red de implicancias desconocidas por mí,
sugeridas apenas, esbozadas en los destellos de luz en los ojos. En el sueño el padre le dijo: Ahora que
estoy solo vení a visitarme.
¿Podremos pensar el rostro
-"El rostro"- como ese lugar donde se despliegan instantes robados al
tiempo, en un nuevo presente, fisuras en el devenir, para un regocijo luminoso?
(Si hay algún
conocimiento que nos conduzca por ese río sólo puede estar
ligado al ámbito de la intuición y lo sensible).
24 de septiembre de 2010
“Aquello que sucede en el rostro de un hombre es incluso más importante y
luminoso que lo que acontece a su
alrededor”
Ermanno Olmi
10 de
noviembre de 2010
Mi amigo y hermano Gustavo Hennekens será el protagonista.
Su rostro, su mirada, es territorio ofrecido, siempre franco.
Pero a la vez, el rostro es una especie de abismo cargado de misterio.
Me manda unas fotos de su padre, las únicas que tiene y al que casi no
conoció: un cuerpo pequenísimo en el plano general, un rostro hundido en las
sombras: la presencia es siempre el testimonio de una fuga.
21 de abril
de 2011
Patricia se enferma. Todo en suspenso.
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